Al abrimiento del sol entre las nubes se le llama luga.
No sé por qué tengo esta necesidad de encontrarle nombre a las cosas que observo, sobre todo relacionado con las luces de cada día; y al contemplar poco antes de aterrizar para la Navidad en París, la manera en la que los rayos del sol se abrían paso en líneas rectas hacia la tierra, me pregunté si aquello que estaba contemplando tenía algún nombre.
Todo lo que se ha mirado por muchas personas suele nombrarse.
Y, sin embargo, hay muchísimas luces que están sin nombrar en español, al menos que yo sepa, como esos diminutos soles entre las hojas de los árboles que acaban en el agua del río, o alumbrando en verano las aceras, como monedas de luz que nadie se lleva, ni siquiera mira; tal vez por ello, parece que nadie se ha molestado en hacerla ver, otorgándole un nombre.
Tampoco creo que lo posea la sombra de las flores, como la sombra de las flores malvas de la glicinia sobre una pared blanca; o el rayo que entra en casa y en el que flota y brilla lo que se denomina el “aeroseston”, una suerte de plancton del aire, que tampoco tiene un nombre, ni siquiera adjetivo, que podría ser el de “rayo doméstico”, verdadera riqueza de una vivienda.
Luego he sabido que aquello que había observado poco antes de aterrizar en París, ese rompimiento de las nubes del cielo, se conoce, al menos en Asturias, como “luga”, donde no resulta extraño que algo así tenga un nombre en un lugar donde esperan ese claro del sol como el agua de mayo en la meseta.
Lo curioso es que esos rayos, vistos el otro día desde el cielo, otorgaban a la tierra, muy verde por otro lado en los alrededores de París, con el Sena brillando al sol en los meandros orlados de bosques deshojados, la impresión de un paisaje submarino, bajo un techo de láminas que se irradiaban desde el sol, abriéndose paso en abanico entre las nubes, láminas de luces y de oscuridades, porque, aunque lo que vemos, son los rayos en línea recta por la partículas en suspensión que hacen visible lo invisible, que es la luz, el hecho de tener líneas de oscuridad al lado de los rayos, como los huecos entre los dedos de una mano, es lo que hace que veamos toda la belleza de la luz que hay, gracias a la luz que falta justo al lado.
Luz y oscuridad, luz y oscuridad, luz y oscuridad, como las rayas de un paso de cebra.
Es difícil escribir de las luces, como si su resplandor nos cegara.
Puede que la luz sea todo.
A veces creo que se comporta como un fluido, igual que un agua.
Cae sobre la tierra con más calma que la lluvia, pero inunda nuestras vidas de igual manera.
Y a mí me gustaría saber todos los nombres que posee la suma de la luz con el agua, que es la fórmula de la vida, como en el tremelucir del sol sobre el mar en mil centellas, o el rielar en la noche de la luna, o lo que me acaban de contar y que se llaman glorias, una suerte de círculos que yo siempre había llamado “halo” cuando los veía alrededor de la luna llena en las noches de niebla, un halo con colores de arcoíris.
Pues bien, las glorias, son un fenómeno óptico que los pilotos conocen bien porque se denomina “la gloria del piloto” o “el halo del aviador” al halo de luz coloreada en cuyo centro vuela, proyectada sobre las nubes, la sombra del avión que genera la luz del sol, y a la vez ese halo coloreado, en ocasiones varios, por la difracción, reflexión y refracción de la luz.
La luz es un misterio.
Probablemente, el más grande de todos.