Era aún de noche cuando subí a mi sobrina con tres amigas a la estación de Curtis.
Como yo hace unos meses, iban a Sarria para empezar desde allí el Camino de Santiago. Tras hacerles unas fotos para que tuvieran un recuerdo de cómo estaban cuando salieron y, en vista de que ni la cantina de la estación del tren ni ningún otro bar donde desayunar estaban abiertos, me despedí de ellas, y allí las dejé en el andén, envueltas en sus propias risas. Todavía no había amanecido.
El camino de vuelta transcurría entre esa bruma grisácea del monte cuando despierta, que se diría hecho de legañas, porque todo se ve un poco borroso, como si el campo tuviera aún sueño y ese sueño fuera una neblina, en la que hasta los colores más chillones, resultaran blanquecinos.
Y en esa media luz que tiene el día cuando aún no hay rayos de sol sobre la tierra, ya digo, ya escribo, como en un sueño, me saltó delante un corzo. Yo creo que al que pintó la señal de peligro de ciervos en la carretera, le debió suceder un día algo parecido, porque saltó de esa manera, muy hacia arriba, delante de mi coche. Menos mal que iba despacio. Pero lo curioso es que el corzo, lejos de cruzar al otro lado del monte como cabría esperarse, empezó a correr a mi lado, siguiendo mi velocidad, quizás algo más rápido porque casi siempre iba delante, como una de esas palomas torcaces que te salen a veces al camino y vuelan justo en la trayectoria del coche, al igual que hacen las abubillas, como si nuestro vehículo les abriera paso en el aire, o generase unas corrientes de viento en pico en las que les gustara volar en línea recta, como si fueran gaviotas.
Así este corzo siguió durante un buen trecho conmigo. Podría haberle sacado una foto. Pero, imposible. Iba yo sola y llevaba detrás el único coche de la carretera en domingo, lo cual me impedía detenerme con tranquilidad. Qué pena. Yo creo que si escribo, es por la frustración de no haberlo podido fotografiar, con sus recién estrenadas cuernas aún recubiertas de terciopelo sin descorrear, muy blancos los cuartos traseros, saltando con una gracia que no tienen los otros venados, animales objeto de caza, de venación.
He escrito que me salió al camino, pero lo más probable es que la carretera transcurra por un sendero que era ya de los corzos antes que nuestro, como sucede en el embalse de Aguilar de Campoo, en Palencia, donde los corzos, por no dar la vuelta, cruzan a nado el pantano probablemente siguiendo la trayectoria que ya seguían antes de que sus senderos se inundaran para siempre.
Puede que esa hora dominical y blanquecina en la que yo me encontré al corzo, o el corzo se encontró conmigo, también les pertenezca.