Es difícil escribir de alguien que quieres, cuando ya no vive.
Cuando ya no puede leer lo que has escrito, y que deberías haber escrito antes, o al menos habérselo dicho: que le queremos mucho.
Puede que el amor, cuando es verdadero, sea lo único que no desaparece.
Lo único que nos sobreviva.
El amor que alguien nos tuvo mientras vivíamos.
Y a mi tío Chuchi, lo queríamos, lo queremos, muchísimo.
Era imposible no quererle.
Su sonrisa era tan amplia que le empequeñecía unos ojos que irradiaban aún más luz que su sonrisa.
De todo se daba cuenta, no se le escapaba una, ni de nuestras tristezas, ni de nuestras alegrías.
“Buenas, ¿qué tal? ¿qué tal?”
La boda con mi tía Berta, fue la primera boda a la que asistí en mi vida.
Fue una boda inolvidable, todos mis primos, mis hermanos y yo, vestidos de blanco, como la novia, que era igual que Sofía Loren, una belleza morena de cine.
Ahora que lo pienso, tuvo algo de boda italiana, la boda de Chuchi y Berta, celebrada en los jardines de la iglesia de los Dominicos de Alcobendas, obra del arquitecto Miguel Fisac, un mes de mayo de hace ya tantos años que no me acuerdo, cuando casi no pasaban los coches por la Nacional I, lleno el jardín bajo los árboles de mesas alargadas sobre la hierba, a cuyos manteles blancos habían enganchado, con alfileres, claveles rojos.
Mis primos sugirieron quitarlos y venderlos a los invitados.
No sé si me seguirán hablando después de escribir esto, pero nos recuerdo debajo de una gran mesa, todos cómplices, esperando que no hubiera nadie para ir quitando los claveles de las faldas de los manteles, y luego escondernos de nuevo.
Esas cosas que se te clavan como un clavel en el corazón para siempre.
También rojas eran las fresas silvestres que mi tío Chuchi sabía encontrar por los hayedos de Valvanera, en La Rioja, en cuyo monasterio veraneaba hasta que bajó a Tricio y plantó, en el patio de la casa de la demandadera de las monjas de clausura del convento, las hortensias mejor cuidadas que he visto, y una parra que este verano le echará de menos como a un sol.
Porque Chuchi fue un sol de persona.
Un hombre alegre, cariñoso, inteligente, entrañable y, a lo asturiano, guapo, guapo, guapo.
Nos acordaremos de él cada vez que las monjas toquen las campanas.
Cada vez que vea un helecho desplegarse en primavera.
Cada vez que encuentre una fresa silvestre en verano.
Nos acordaremos de él siempre.
Porque siempre le querremos.
Y el amor, no muere.