Los Turpin de Colmenar Viejo

Los Turpin de Colmenar Viejo

EFELos padres detenidos por maltratar a sus 8 hijos, en libertad con cautelares

El adosado de Colmenar Viejo cuya fachada de ladrillo y blancas persianas llevamos días viendo no es, por desgracia, la primera “casa de los horrores” que nos estremece. Tampoco será la última, porque la occidental sigue siendo una sociedad respetuosa con la privacidad de las personas y, por lo tanto, atrapada en la contradicción de condenar el maltrato solo cuando este queda al descubierto. Sin alertar, cuando quizás se tiene oportunidad, de que en la casa de la esquina pudiera estar cometiéndose dicho delito. Imaginarse el mal habitando a nuestro lado es difícil, domina la prudencia, optamos por pensar que seguramente exageramos. El tema se complica aún más cuando el maltrato hay que presuponerlo ejercido por los padres sobre sus propios hijos o viceversa. ¿Acaso no es el filial el vínculo más importante?

La familia – duele llamarlo así - de Colmenar Viejo llevaba trece años en la urbanización, rodeada de otros chalets iguales donde, allí sí, cada una lidiando con lo suyo, viven verdaderas familias. Cuando llegaron eran una pareja en la treintena, médico él, con un bebé en brazos. El recién construido chalet de 250 metros cuadrados divididos en tres plantas era ideal, desde luego, para ampliar la descendencia, ir ocupando dormitorios con los siete hijos que fueron trayendo al mundo, uno tras otro… Dicen los vecinos que perdieron la cuenta. Desde fuera nadie podía ver que en lugar de habitaciones, lo que los niños iban ocupando era espacio en una única estancia donde permanecían encerrados la mayor parte del día. No, eso no se podía ver, pero otras muchas cosas fuera de lo normal y, reconozcámoslo, alarmantes, las hemos conocido ahora porque nos las cuentan aquellos vecinos que perdieron la cuenta.

Por algunos de ellos hemos sabido – queda tanto por saber – que ni en invierno ni en verano se subían las persianas del pareado, que la madre procuraba no cruzar palabra ni mirada con nadie y que al padre únicamente se le veía en el interior de su vehículo cuando salía o entraba del garaje. Jamás, en todos estos veranos, se les vio en la piscina comunitaria y los moradores de las casas más cercanas, aseguran – también ahora – que la pareja presuntamente maltratadora dejaba encerrados a los niños durante horas en el patio, en el garaje o en la terraza, hiciera el tiempo que hiciera, y que era frecuente escuchar golpes, lloros y gritos a altas horas de la noche. Uno de esos vecinos ha relatado incluso que hace unos días los menores “cogieron unas cerillas y quemaron la valla y casi queman la casa”. Cómo lo apagaron o por qué nadie llamó a la policía o a los bomberos, eso no lo han contado. Tampoco existe explicación de momento para la falta de reacción cuando, según otro vecino, “una niña intentó como tirarse por la ventana porque estaban todo el tiempo en una habitación y no podían salir”.

Desde el colegio tampoco parece, o al menos no ha trascendido, que se lanzara ningún tipo de advertencia oficial, a pesar de que lo habitual era que los niños faltaran a clase justificando su ausencia con el correspondiente parte médico firmado por el padre en el ejercicio de su profesión. De médico, no de padre. Madres de compañeros de clase de alguno de los ocho niños aseguran ahora que estos iban a clase sin asear, que propagaron piojos ¡maldita contrariedad! y que durante el recreo sus hijos compartían con ellos el desayuno que llevaban de casa. Eran, por tanto, a todas luces, como mínimo y si me permiten la obsoleta expresión, unos críos “dejados de la mano de Dios”. En un patio de colegio, en un pueblo, un barrio o una calle, simplemente “unos raros”. En cualquier caso, si se metían con ellos por no ser como el resto tampoco tenían a quien acudir. Lo primero que se les enseñó a decir fue que nunca había que decir nada.

Siempre queremos pensar que cosas así solo ocurren en la lejanía. Pero con independencia de donde ocurran, la realidad es que los monstruos ya no tienen que aislarse en un paraje oculto a los ojos de los demás para ejercer la maldad sobre aquellos a quienes consideran una simple pertenencia. Todavía no hemos olvidado aquella otra casa de los horrores a la vista de todos, cuya liberación llegó solo cuando, por fin, uno de los trece hijos de David Allen y Louise Anne Turpin se enfrentó al miedo y llamó al 911. Igual que en Colmenar Viejo, cuando la policía entró en la casa de la localidad californiana de Perris, encontró a los hijos con señales de maltrato y desnutrición, rodeados de inmundicia. Todos demacrados, porque a diferencia de los niños de Colmenar, estos californianos ni siquiera tenían la opción de ir al colegio. La tradición de educar en casa a los hijos en Estados Unidos ha ido ganando adeptos desde los años 70 y, por eso, que una familia de trece hijos registrara su casa como escuela a nadie le extrañó.

De los trece hijos Turpin, siete ya eran mayores de edad, de 18 a 29 años, pero ninguno había intentado escapar ni pedir ayuda hasta entonces. Cuando uno crece en un ambiente sin haber visto a otros niños y a otros padres, la cárcel en la que vive se reproduce en su mente. Ya te han convencido de que en el exterior para ti no hay nada. Salvo excepciones. La hija de 17 años del matrimonio Turpin alertó a la policía, pero además tuvo que probar con fotografías que no era una adolescente chiflada con ganas de fastidiar a los progenitores. Cuando por fin la policía llamó al timbre de aquel otro chalet del terror, los agentes se encontraron con la mirada perpleja de Luise Anne, la madre. Eran las 7 de la mañana de un domingo y la señora Turpin no pareció asustada, solo sorprendida de que la policía tuviera algo que hacer allí, en su hogar. ¿Lo que ocurre en el seno de una familia no se queda en casa? De nuevo, los vecinos empezaron a hablar: no veían salir casi nunca a los hijos y cuando salían se les notaba en los huesos y estaban demacrados. Pero, como aseguró en su día la vecina de enfrente, “nada como para llamar a la policía”.

La privacidad es sagrada, como también lo es la inviolabilidad del domicilio. Nadie puede entrar en tu casa sin una orden judicial, es decir, sin que la policía haya convencido a un juez de que existen claros indicios de que en el interior de la misma pueda estar cometiéndose un delito o se esconden pruebas de alguna actividad ilegal. Todos tenemos la tranquilidad de que, por lo general, lo que pasa en casa se queda en casa, aunque eso signifique, por otra parte, que algunas de las peores violencias contra personas se cometan en familia o con el escudo de las paredes como colaboradoras necesarias. Son las dos caras de la moneda. En Colmenar Viejo, cuando finalmente se denunció formalmente el presunto maltrato, la Guardia Civil tuvo que someter a discreta vigilancia el chalet antes de poder entrar en el mismo. Lo que vieron, desde fuera igual que los vecinos, fue suficiente para que un juez les permitiera llamar a la puerta antes de entrar. Y lo que encontraron lo ha explicado la propia portavoz del cuerpo. El humo que se veía desde el exterior era, como siempre, señal de que en el interior el fuego de un infierno lo devoraba todo.