Me gustó encontrar en Madrid los prunos florecidos.
Se veían las flores muy rosas, casi fucsias, contra un cielo muy azul y las ramas muy oscuras.
La ciudad es un campo habitado, he pensado siempre.
Hoy aún más.
Incluso una ciudad como Madrid, ha empezado a regresar al campo sin darse cuenta.
Van, poco a poco, desapareciendo los coches, como lo han hecho de la plaza de España, componiendo un paseo hasta Las Vistillas que es más agradable que por un camino en el campo en el silencio de la primera hora de la mañana, que es la mejor de todas.
El silencio.
No nos damos cuenta de cuánto vale, hasta que se ha perdido.
Hace unos días, estando en París, conseguí entrar en un patio donde siempre he soñado vivir, “La cour Saint-Hilaire” que tiene todo lo que yo quisiera en París, un patio, unas flores y una bicicleta aparcada en la entrada, quizás una mesa en primavera, donde sentarme a leer, mirando de vez en cuando el reloj que tiene este patio al fondo, en lo alto.
Me gusta que su nombre sea Saint-Hilaire, quiero creer que por el naturalista francés, o tal vez no, pero me gusta el nombre de Saint-Hilaire; en el silencio del patio, suena bien.
¿Qué más se puede pedir?
Porque, además, está en el nueve, muy cerca del distrito XVIII de París, donde viven mis nietas, en Montmartre.
Y así me veo de pronto yo, hecha una abuela ya definitivamente, sin más qué hacer que ser abuela, tal vez lanzando a volar las letras de vez en cuando por el papel, que es como me gusta escribir a mí, así, a vuelapluma, y que vayan cayendo las letras como los pétalos de los prunos sobre las aceras.
Hasta que leí el letrero del patio, al que conseguí acceder, casi colarme: “No hablen alto, el patio amplifica los sonidos” o algo así, me pareció entender.
A los sueños, es mejor no entrar, dejarlos en el limbo del pensamiento, ese recreo de la infancia sin fin.
Para poner un letrero así, la acústica del patio, no debe ser buena, pensé.
Recuerdo cuando viví en la calle Real de Coruña donde el dormitorio tenía una galería que, por efecto de la calle peatonal y de la frialdad del mucho cristal y de la poca madera, rebotaban las voces de quienes pasaban, en ocasiones cantando, y te despertabas como si estuvieras en una caja de cristal, resonando las voces y los pasos de los viandantes.
Hubo que aislar el dormitorio con una puerta, claro.
Los ruidos pueden no sólo quitarte el sueño, sino la alegría del silencio, que es también una música.
O al menos así me suena a mí el silencio para escribir.
A música celestial.
Suelo recordar el piso que tenía Juan Ramón Jiménez en Madrid, el cual obligó también a aislar porque no soportaba a su vecino tocando el piano.
Yo no llego a tanto.
Me gusta que haya sonido, pero hay sonidos que no me gustan nada, en especial los de los motores de los coches, que, esperemos, desaparezcan pronto del aire.
No nos damos cuenta, hasta que quitan los coches de la ciudad, y aparece de pronto, como otra hierba silvestre, el silencio.
Un silencio donde escuchar la greguería de los pájaros, como la que había esta mañana en el naranjo de mi casa, de cuyas ramas, cuajadas de naranjas que parecían en la noche planetas, salió volando un mirlo al que no había despertado, porque ya cantaba, pero que, desde luego, no me esperaba tan temprano, cuando el día aún era noche.
Este momento que estamos viviendo ahora del equinoccio, me parece maravilloso.
Que los días y las noches duren por unas horas casi igual en todo el mundo, hasta llegar al equilux y, entonces, sea exacta la Tierra y su luz, igualándose realmente, en todo nuestro planeta, los días y las noches.
Pensar que iremos después hacia delante con la luz, me gusta.
Ver abrochados los árboles, a punto ya de brotar los botones de sus yemas.
El suelo de la parra alfombrado de pálidas prímulas silvestres que han conquistado el suelo sin que yo hiciera nada.
Es la luz, la que todo, en silencio, lo hace.
Un silencio que es el telón de fondo del canto de los pájaros.
Llega la primavera.
Bienvenida.
Adelante.
Caen, en silencio, los pétalos de los prunos.