Los antiguos dioses no se inmiscuían en los asuntos terrenales. Se entretenían entre ellos, como los griegos, o nos veían desde lejos, mandándonos a lo sumo vagos mensajes de discutible contenido. El cambio de modelo llega con las tres religiones de libro, la judía, la cristiana y la musulmana. Los dioses incas, aztecas o mayas se conformaban con ser adorados y recibir sacrificios, preferentemente humanos, pero no pretendían configurar las relaciones entre los simples mortales. Son Yahvé, Jesucristo y Alá quienes se preocupan realmente de nosotros con mandatos y prohibiciones en aras de una mejor convivencia.
Continúa habiendo preceptos sobre la relación del hombre con la divinidad, pero ya no en exclusiva. El primer mandamiento de la Ley de Dios, al igual que el segundo y hasta cierto punto el tercero, se mantienen en la vieja línea, pero los restantes descienden a las relaciones humanas.
Es curioso para el hombre de hoy que tres mandamientos de la Ley de Dios se dediquen a la defensa del derecho de propiedad. No sólo el 7º y el 10º, “no hurtes” y “no desear (siquiera) los bienes ajenos”, respectivamente, sino también el 6º, entendido éste como “no cometer adulterio”, y el 9º en su versión de “no desearás a la mujer de tu prójimo”. Son muy llamativos en cuanto a la importancia del derecho de propiedad y la subordinada posición de la mujer casada como cuasi propiedad del marido. Parece que en aquellos tiempos el adulterio se predicaba sólo de quien yacía con una mujer casada con otro, o sea, propiedad ajena. La relación del hombre casado con una mujer soltera no tenía tanta gravedad.
La configuración del más allá como proyección de nuestras concepciones culturales y sociales es evidente. El jefe de la tribu, y después los grandes emperadores del Oriente Medio o Asia, no tenían que dar muchas explicaciones sobre sus actos. Les bastaba con disfrutar de la incondicional sumisión de sus súbditos. Su voluntad carecía de límites y su posición casi divina se reflejaba en la satisfacción pública de sus deseos, por crueles e inhumanos que fueran. La situación cambió con el judaísmo. Jehová está por encima de los reyes y jueces de Israel, pero la Biblia nos ofrece algunos ejemplos de mandatos divinos que hoy calificaríamos de disparatados e incluso delictivos.
Las viejas enseñanzas no siempre son acordes con los derechos fundamentales de las personas, empezando por la vida. Véase también el trato que recibe la obediencia debida. Isaac como víctima propiciatoria y Jehová como quien exige su sacrificio. Poco importa aquí que finalmente Jehová, comprobada la obediencia ciega de Abraham, interrumpiera en el último momento los preparativos para la muerte de un inocente. Hoy, tanto Jehová como Abraham no estarían lejos del banquillo de los acusados. Y no digamos nada de la ocupación de una tierra ajena porque así lo habría decidido Dios. Naturalmente, con la expulsión o extinción de sus anteriores habitantes.