Hace ya año y pico que la Unión de Criadores de Toros de Lidia fue gratificada –reconocida—con el título de Real, gracias a las gestiones de su nuevo Presidente, el ganadero Antonio Bañuelos, a raíz de su presencia en el Palco Regio de Las Ventas junto a Felipe VI (por expreso deseo del monarca) en la corrida de Beneficencia post-pandemia durante el último tramo de la feria de San Isidro del 22.
A servidor estas cosas no le parecen ni bien ni mal. Me traen al pairo. A estas alturas del siglo XXI, Las “titulaciones” gratuitas y rimbombantes no tienen, a mi juicio, otra dimensión histórica que la “ampliación de la implicación” que la realeza española tuvo en buena parte del siglo anterior en cuestiones afectas a la proliferación de juegos y festejos populares, entre los cuales, quienes surten de materia prima a las corridas de toros o novillos –en este caso los ganaderos de reses bravas que copan, más o menos, el noventa por ciento de estos festejos--, han logrado obtener la sorprendente “coronación” de una sociedad de profesionales con 118 años de antigüedad. Pues, nada, habremos de acostumbrarnos a que en el membrete de los comunicados oficiales de la Real Unión de Criadores de Toros de Lidia figure una corona, como en el escudo de los equipos de fútbol, entre los cuales se lleva la palma el Real Unión de Irún, pionero en el disfrute del aluvión posterior de estas titulaciones futboleras.
Cosa bien diferente son las Maestranzas de Caballería que muy lueñe fueron distinguidas con el título preceptivo de Real y mantenido en su posterior utilización como palenque taurino. Es obvio que los maestrantes y los ganaderos de bravo disfrutan de patentes bien distintas, en lo que a su actividad logística se refiere. En aquellos entonces, la aristocracia que ostentaba tan distinción estaba sólidamente ligada, con su inquebrantable adhesión, a la poderosa monarquía reinante.
Hablando de patentes, qué pena me da la subasta que se está llevando a cabo, desde la Real Unión de Criadores de Toros de Lidia, de hierros ganaderos emblemáticos; pero sobre todo, el de Alipio Pérez Tabernero.
Soy consciente de la situación de absoluta desaparición del ganado bravo en este pedazo del campo charro que se acota en el término de Matilla de los Caños, que es tanto como decir una parte esencial de la bravura salmantina criada entre encinas y chaparros, robles y álamos, lagunas y regatos. “Lo de Alipio” hace ya algunos años que entró en estado de extinción. Ni vacas ni becerros, ni toros ni caballos. Todo en Matilla es una abstinencia absoluta, un recuerdo de pitones lejanos.
La realidad es, a veces, un trampolín que conduce a la desesperanza. En esta Real Unión se ha ejercido la facultad que legítimamente le confiere, por acuerdo firme de su Asamblea, de obtener los derechos del hierro de Alipio, al haberse prolongado por un período muy largo la falta de pago de las cuotas correspondientes por parte de los anteriores propietarios, herederos por línea dinástica del fundador de la ganadería, aquél Alipio Perez-Tabernero Sanchón con “perfil de medallón antiguo”, que lucía patillas de boca ancha hasta el encuentro de la prominencia del mentón, al modo de los ganaderos –y toreros—de los últimos decenios del XIX y principios del XX. En mis trebejos de escritorio tengo un corte de grabación con su voz, y en mi biblioteca taurina unas declaraciones suyas en las que asegura que el toro de “antes” (de la guerra civil) era más pellejudo, más espeso de cola, pero tenía menos casta que el de “ahora” (primeros años de la posguerra), y que antes, era el torero el que giraba y se movía alrededor del toro, y ahora es el toro el que gira alrededor del torero, con lo cual, el animal, debe hacer un esfuerzo muy superior durante la lidia.
Qué gran ganadero y qué gran tipo debió de ser este hombre de ojos claros y mente más clara aún, que supo desmarcarse del explosivo encaste que heredó de su padre, Fernando Pérez Tabernero, cruzado de Miura y Veragua. Un verdadero cóctel molotov. Aquellos toros no tenían un pase; por eso decantó por lo bravo y encastado, comprando lo ibarreño de Santa Coloma. A partir de entonces el patilludo Alipio se convirtió en ganadero de gran prestigio, en unos años en que la Salamanca campera empezaba a contar como gran silo de sangre brava y los Pérez-Tabernero como ganaderos de alta cotización.
Después, fue llegando una reata de “Alipios” en sucesivas generaciones; el primero de ellos empeñado en enfundarse el traje de luces y calzar zapatillas manoletinas de lazo en cruz, además de calzona, marsellés y botos de Macotera. No pasó de novillero este segundo Alipio, pero debió torear con fineza y templanza. Lo traté mucho en los años en que la presencia de Julio Robles en los tentaderos era constante, diría que imprescindible. Julio le llamaba “jefe” y él se dejaba querer, porque era un encanto de persona, casi tanto como su esposa, María Lourdes, también ganadera por la rama de los Martín.
Echo de menos aquellos atardeceres en Matilla, junto a la chimenea de la casa, hablando de toros con esta familia, para mí entrañable, en la que mi muy querida María Lourdes era la voz cantante y contante, con su verbosidad incontenible. Afuera, un rumor de pezuñas delataba la lejanía de los toros, aquellos toros del invierno que se movían cansinos cuando oficiaban de costaleros de las nevadas. Adentro, era un gozo escuchar el rumoreo de los tocones de encina, crepitando con su color afresado, y buscar el calorcillo confortante que de ellos recibíamos, ora de frente, ora de espaldas, pero siempre con las palmas de la mano vueltas hacia el hogar y las trébedes.
Echo de menos, también, la compañía de mi amigo Alipio, el tercero en línea dinástica, que siempre será nombrado como “Alipín”, por muchos años que se le cuelguen a cuestas. Ya no nos encontramos con tanta frecuencia, porque la desaparición de su ganadería hace que hayamos perdido motivos de coincidencia, unas veces buscada, otras fortuita; pero aquellos días de campo y toros, las noches flamencas de copichuelas en La Calleja y aquellas comidas y cenas, en petit comité, hablando sin parar de toros y toreros, no pueden encontrar un rincón para el olvido, por mucho que se empeñen.
Me cuentan que lo del hierro, su subasta y su posible adquisición por parte de algún licitador, se encuentra en una complicada encrucijada. De una parte, el último eslabón de los Alipio, el Pérez-Tabernero Fariñas, parece que tiene inscrito a su nombre el marbete –dibujo— del hierro en el registro de Marcas y Patentes, antes de que lo hiciera la Real Unión de marras; pero continúa el fárrago de este proceso en lo que a la adquisición de la antigüedad se refiere y sus bagatelas adyacentes. Puede haber pleito a la vista si el adquiriente pretende utilizar el hierro del primitivo dibujo o la antigüedad de la ganadería. Un follón.
Habrá que tomar este asunto con la prudencia que demanda; pero lo cierto es que, en la situación actual, el nombre de Alipio Pérez Tabernero va a desaparecer del nomenclátor de ganaderías adscritas a la Unión de Criadores de Toros de Lidia. “Lo de Alipio”, ya es historia. Eso es lo verdaderamente Real.