Me permitirán ustedes que en estas horas de presunto recogimiento electoral pase de largo de tanta mezquindad y aburrimiento y salga en tromba para hablarles de Lilia. Lilia, cinco letras. Lilia, ocho meses de existencia, que no de vida, antes de morir ahogada en el Mediterráneo. Lilia, la penúltima foto que nos llega de otra víctima que se fue antes incluso de haber llegado. Lilia, argelina, que buscaba con sus padres el futuro a bordo de una esperanza que acabó convertida en ataúd flotante. Lilia, que apenas le llegó para rozar la arena de una playa convertida en triste mortaja de un sueño, otro más, que se desvanece. Lilia, Lilia, Lilia.
Esta pequeña sería un simple número en una estadística si no hubiera tenido la pobre la descortesía de aparecer donde no debía y dejarse fotografiar. Pero se ha convertido en imagen para volver a hurgar en las plácidas conciencias del acomodado primer mundo. Estoy tristemente cansado de escribir de niños que han muerto o morirán en las próximas horas o días simplemente porque un fotógrafo estaba ahí para herir nuestra sensibilidad, para contárnoslo, para que volvamos a escribir, pensar y sufrir lo mismo que escribimos, pensamos y sufrimos cuando otras imágenes iguales o peores vinieron antes a tocarnos las narices.
Pero los fotógrafos no dan abasto. Este año, además de Lilia, morirán otros cinco millones de niños menores de cinco años. Cinco millones, 13699 al día, 571 a la hora, más de nueve al minuto, uno cada 11 segundos. Y no todos van a tener un fotógrafo a su lado. En 2021 -último año contabilizado- fueron también poco más de cinco millones los pequeños que murieron según el Grupo Interinstitucional de la ONU para la Estimación de la Mortalidad en la Niñez (IGME), a los que habría que sumar 2,1 millones más de niños y jóvenes entre 5 y 24 años.
Eléne, cinco letras también, como Lilia, fue una de las fotografías de 2021. Eléne era de Mali y tenía dos años. El 16 de marzo, tras una travesía de cuatro días en patera, llegó al muelle grancanario de Arguineguín con una deshidratación severa que acabó con su vida cinco días después. La imagen de un sanitario intentando reanimarla sobre el mismo asfalto del puerto dio, cómo no, la vuelta al mundo. Una más que añadir a ese álbum de vidas arrancadas de cuajo que, no nos engañemos, nunca va a parar de crecer.
¿Se acuerdan de Aylan Kurdi? Tres años tenía en 2015 cuando se ahogó frente a las costas de Turquía tras escurrírsele a su padre de las manos mientras huían del infierno sirio en una barcaza. Aylan fue uno de los más de seis millones de niños que murieron ese año; más de seis millones habían muerto también el año anterior, 2014, por culpa del hambre, la sed, el maltrato, las guerras, las migraciones y, en última instancia, las mafias depredadoras que ponen sus sucias manos sobre quienes aspiran ilusoriamente a una vida mejor. A todo esto, hay que añadir, por supuesto, ese montón de enfermedades que ni siquiera lo son ya en cualquier poblacho de mierda de nuestro entorno civilizado.
Recuerden a Aylan, por favor, aunque les duela. Aylan, cinco letras también, como Eléne, como Lilia… ¿Se acuerdan de su cuerpecillo inerte sobre la arena de aquella playa o desmadejado en los brazos del policía que lo recogió? Por supuesto, esa imagen brutal también dio la vuelta al mundo y sirvió para agitar ligeramente nuestras conciencias -portadas de todos los periódicos del mundo, informativos de televisión...- aunque sólo fuera por unas pocas horas o unos cuantos días, pero no mucho más.
Como la agitó, también brevemente, la imagen de aquel pequeño del que nunca supimos su nombre, menudo y amortajado, con su carita redondita, arrinconado en el sucio suelo del hospital sirio de Douma, junto a una gran mancha de sangre, solo y dejado de la mano de Dios, si es que Dios tiene manos.
Tampoco supe nunca cómo se llamaba esa pequeña del campo de refugiados de Lesbos a la que un médico intentaba reanimar con un masaje cardiaco en su mínimo y escuálido pecho -otra imagen que nos abofeteo durante unas horas- mientras la neblina de sus ojos nos adelantaba su próximo fin casi en directo.
No hay fotógrafos ni cámaras de televisión suficientes para plasmar una tragedia de la que todos, en mayor o menor medida, somos corresponsables, aunque pensemos lo contrario, miremos para otro lado o simplemente cerremos los ojos para tratar de borrar lo imposible por mucho que su peso nos resulte insoportable.
Estamos irremisiblemente perdidos si cuando el número de muertes de estos pequeños asciende a centenares y centenares de miles -casi 59 millones de niños y jóvenes morirán antes de que acabe el año 2030 según las estimaciones de Naciones Unidas- nos limitamos a archivarlo en nuestro disco duro sin inmutarnos, sin ningún tipo de remordimientos, como si no fuera con nosotros, como si estuviéramos viendo una cifra más, un número aséptico y sin alma, una cuenta de resultados o el número de turistas que este año visitará nuestras playas, como por ejemplo la de Roda de Berà, en Tarragona, donde encontraron el cuerpecillo de Lilia, que llevaba allí casi 48 horas mientras los bañistas pasaban por su lado creyendo que era una vieja muñeca.
Volvamos pues a Lilia, que es la protagonista accidental de estos días y tiene derecho a su cuarto de hora de gloria. Lilia y sus padres emprendieron el pasado 21 de marzo su primer y último viaje desde las playas argelinas de Cherchel. Lo hicieron en una patera sobrecargada y frágil, como la mayoría, que naufragó dos días después entre Denia y las Baleares. Ninguna de las 16 personas que iban a bordo -14 hombres, Lilia y su madre- logró sobrevivir.
Gracias al Centro Internacional para la Identificación de Migrantes Desaparecidos (CIPIMD) se ha sabido que el ADN de Lilia coincide con el de una mujer, su madre, cuyo cuerpo había sido recuperado a principios de abril cerca de la costa balear. El del padre fue rescatado después frente a las costas de Alicante. El de la pequeña de ocho meses fue devuelto por el mar el pasado día 11 de julio en Tarragona, tras 110 días a la deriva. La madre de Lilia ya descansa en Tipaza, la localidad argelina de donde partieron los tres, y los familiares ya trabajan en la recuperación de los cuerpos de la pequeña y de su padre para volver así a unirlos definitivamente.
Mientras nos llega la próxima foto recordemos a Lilia, a Eléne, a Aylan, a ese pequeño amortajado del hospital de Douma, a esa niña del centro de refugiados de Lesbos y por supuesto recordemos también a todos aquellos, son millones, de los que ni sabremos su nombre ni tendremos jamás una foto pero que se han quedado también en el camino sin tan siquiera haber empezado a transitarlo.