Más que las flores, me gustan las ramas.
Eso pienso al ver el cesto que he llenado de cándalos, esas ramas caídas que el árbol tira al suelo con un chasquido.
De la noche a la mañana, se han quedado sin hojas los robles, pero no todos, sólo los robles americanos, que parecen ser los que menos están acostumbrados al viento, y al frío, el cual es un serrucho para la capa de abcisión que une el peciolo de la hoja a su rama.
Cuando yo era niña y llegaba la Navidad, no quedaba en la ciudad tampoco una hoja en los árboles.
Se volvían más rojas, como la nariz y las manos, con el frío; y luego se caían todas, de manera que, cuando ponían el alumbrado entre las ramas, se veían las luces, orlando las calles.
No sé qué haré este año, la Navidad siempre me pilla de improviso, como el día al árbol deshojado.
Se me dirá que un poco tarde, pero todavía estoy guardando la ropa de verano, como para empezar a pensar en sacar las cajas de la Navidad.
No sé qué pasa, que se me entremezclan las estaciones como a los árboles marcescentes, que no acaban de deshojarse en invierno.
Lo único que tengo claro, es que la sencillez será la que llene mi casa, a lo mejor una rama con algunos frutos rojos del espino blanco, y encima de la chimenea el nacimiento.
Cada vez necesito las cosas más así; es decir, que sean menos, como si tuviera la necesidad de ir soltando lastre.
Distinto será cuando vayamos a París y las nietas nos llenen de color y alegría la casa.
Pero mientras estemos por aquí, sólo quiero que la sencillez del bosque que hay fuera, esté también dentro, formando una unidad, la casa y la naturaleza, sin más adorno que el de unos frutos, rojos, porque es el color que mejor ven las aves, poniendo dentro esas formas que tienen las ramas de cada árbol, como una raíz del cielo; y también sus colores, de vino en el tilo, claro en el avellano, hueco y gris en el saúco, dorado en la mimbrera.
A veces pongo las varas, que son las ramas más rectas, esas que salen de la poda casi a matarrasa, cuando se despliega el árbol como la cola de una avutarda, apuntando a todas las direcciones igual que una rosa de los vientos; y así las pongo en el agua de la lluvia que cae sobre la pía de piedra que me regaló José do Corvo con las ondas de afilar la fouciña en los bordes.
Esto de poner a remojo las varas, lo hacía Antonio, el cesteiro; qué pena no haberle preguntando más entonces, cuando pasábamos por su alpendre y todo eran bañeras teñidas del color de las varas que tenía ablandándose, aunque luego diera cestos tan duros que aún los tengo por casa.
Ahora que se ven las ramas, empieza a verse todo.
También el rueiro del monte de enfrente, con sus luces encendidas, y arriba la constelación de Orión con las Tres Marías.
Los cielos de invierno son aquí los más estrellados.
Es bonita la Navidad en el campo.
Puede que le ponga luces a algún árbol.