El uso del catalán, del gallego y del vascuence en el Congreso de los Diputados ha suscitado una viva polémica entre los que lo aplauden y quienes lo rechazan. Por lo general, se acude a razonamientos políticos, donde es fácil mantener una posición o la contraria. Todo depende de cómo se valoren los sentimientos de cada uno en la relación entre España y sus componentes territoriales. O sea, la Patria y las patrias chicas. Hay quien se considera español precisamente por su condición de cántabro o catalán, pero, en sentido contrario, también hay, aunque en menor número, quienes prefieren sustituir España por su hasta ahora patria chica cuyo nombre pasaría a escribirse con mayúscula, como corresponde a un país soberano.
En este planteamiento poco importa que las lenguas hayan nacido para la comunicación y no para reafirmar la propia identidad frente al resto de seres humanos. El episodio bíblico de la confusión de lenguas para impedir la construcción de la Torre de Babel es muy significativo. Fue una maldición con un fin determinado. Jehová no se propuso, ni por asomo, favorecer la multiculturalidad en el gremio de la construcción. Por mi parte, nada tengo contra ninguna lengua siempre que se emplee para unir a los pueblos y no para todo lo contrario. Si las horas dedicadas al estudio no fueran limitadas, hasta propondría que en nuestros planes de enseñanza se incluyeran algunas nociones elementales sobre éstas minoritarias lenguas de España. Pero, por lo que hace a la admisión de las lenguas autonómicas en el Senado, como antes en el Congreso de los Diputados, no cabe aducir ningún apoyo constitucional.
Nuestra Ley Fundamental apunta en otro sentido al afirmar en su artículo 3.1 que “el castellano es la lengua española oficial del Estado” y “todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”, mientras que su apartado 2 dispone literalmente que “las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con los Estatutos”.
Ni el Senado ni el Congreso de los Diputados se encuentran física o institucionalmente en una comunidad con lengua propia. Cierto es que los citados textos no prohíben que se hable en una lengua diferente al español o castellano, abriendo así las puertas tanto a las autonómicas como a las que no lo son, como el bable, el castúo y el panocho. Prescindimos del silbo gomero para no entrar en el terreno de los chistes, pero conviene recordar que el aranés, como modalidad de la lengua occitana, está presente en el Estatuto de Cataluña.
Lamento, en resumen, esta decisión que sigue a la del Senado hace algunos años, pero con menos razones por cuanto la Cámara Baja carece de toda proyección territorial. Entiendo que sólo se debe a razones políticas -a marcar diferencias- y no a facilitar la comunicación. El espectáculo de las traducciones con pinganillo resulta grotesco. Y me pregunto si, siguiendo el ejemplo, no tendremos pronto algo similar en los Tribunales, empezando en el Tribunal Supremo. De ello me ocupé recientemente en mi columna semanal.