La inviolabilidad de la persona del Rey, proclamada en el artículo 56.3 de la Constitución, se explica por el propósito de evitar así, radicalmente, toda maniobra dirigida al desgaste de la que sería piedra angular de nuestra transición democrática. Se explica, pero es insostenible en estos tiempos, precisamente democráticos, en los que no cabe argumentar con un reinado por la gracia de Dios y una persona que vendría a ser su representante en el ámbito no estrictamente religioso. Nadie puede quedar impune por nacimiento o jerarquía.
Un violador, estafador u homicida imprudente en el tráfico viario deben pagar -ésta es la expresión popular- al margen de su condición social o institucional. No faltan, en efecto, juristas que en esa línea, pero respetando el texto constitucional, interpretan muy restrictivamente el precepto hasta reducir su aplicación a la conducta del monarca como tal, de forma que estaría excluida su vida privada. Yo mismo me sumaría a dicha interpretación si no fuera por la absoluta ausencia de previsiones sobre el aforamiento del Rey al margen de sus funciones específicas.
Lo que siempre me ha sorprendido y ahora lo comento al hilo de las últimas apariciones del Rey Juan Carlos I en Londres y Atenas, de su cambio de domicilio fiscal y de la recientemente estrenada compañía de su nieto Froilán, es que nadie parece haber reparado en que la inviolabilidad real podrá ser más o menos amplia pero ciñéndose siempre a la persona del Rey.
Quizá esta extensión a otras personas tenga algo que ver con la tolerante actitud de la sociedad española en general respecto a la conducta de quien fuera nuestro Rey efectivo durante muchos años. Se sacrificaba con las molestias de largos viajes en beneficio de nuestras grandes empresas. También fue muy aplaudido por el famoso “¿por qué no te callas?”, lanzado con cierto aire barriobajero contra el presidente venezolano Chávez durante una reunión al más alto nivel con los representantes de los países hispanoamericanos. Y hasta sus escarceos amorosos (presuntos, naturalmente), sobre todo con una señora o señorita de cuyo nombre no quiero acordarme, eran vistos con benevolencia y un poco de envidia, como si de algo muy nuestro se tratase. Casi nadie se preguntaba en voz alta o letra impresa por el posible dispendio de fondos reservados o gastos a cuenta de nuestros servicios de inteligencia.
Todo valía y el Rey era inviolable, pero este privilegio no alcanzaba ni alcanza a las personas que participasen en alguna acción delictiva del monarca. Pese a no existir mayor inviolabilidad que la de los muertos, el fallecimiento de uno de los implicados en un delito, aunque sea el autor material o inspirador de los hechos, no exime de responsabilidad penal a quienes fueron al menos sus cómplices.
Tras haber utilizado anteriormente una expresión cervantina, bien vale finalizar con Miguel Delibes. La sombra de la inviolabilidad personal del Rey no es alargada como la del ciprés. Más bien carece de sombra para terceros.