Puede que el Defensor del Pueblo se haya extralimitado en sus competencias con la elaboración de un informe ajeno a las actividades de las Administraciones Públicas. No se denuncia en él un mal funcionamiento de las mismas que debiera ser corregido, sino que se presenta un amplísimo estudio sobre la pederastia en el ámbito de la Iglesia Católica española y ello no sólo en tiempos recientes sino también en otros ya muy lejanos. Nada nuevo, salvo las cifras, respecto a lo adelantado en su día por el diario El País.
Se recibieron varios centenares de denuncias, se elaboraron encuestas y se calcularon en unas cuatrocientas o quinientas mil agresiones sexuales las cometidas por sacerdotes y otras personas del ámbito eclesial, especialmente en los colegios de órdenes religiosas. Desde esas premisas, dando por buenas todas las denuncias y las estadísticas, es poco menos que imposible obtener conclusiones fiables. Resulta, además, que los datos arrancan de mediados del siglo pasado.
Quiero decir que esos informes tienen un limitado valor, pero sin que por tal circunstancia se vea afectada la realidad de una extendida pederastia a la sombra de la Iglesia Católica, aprovechando las facilidades inherentes al respeto y a la confianza de los niños o jóvenes frente a sus superiores y encargados de su formación moral y religiosa. Las personas más obligadas a dar buen ejemplo, cuidando como lobos del rebaño.
Aunque la pederastia en la Iglesia Católica tenga características propias y sea particularmente rechazable, no cabe ignorar que, numérica y proporcionalmente, quizá no supere a la que se da en otros escenarios como el deportivo. Tal vez convenga por eso no detenerse mucho en los números y comportamientos individuales y sí destacar, por el contrario, que aquella se configura como una pirámide cuyo vértice dispone la conducta a seguir en todos los casos, fuera cual fuere el lugar de comisión.
El gran pecado y también el grave delito, así como el mayor escándalo, ha sido en mi opinión la política vaticana del encubrimiento metódico, lavando la ropa en casa y trasladando al réprobo para que pudiese empezar una nueva vida (o no) en otro sitio. Ahí, en ese comportamiento es donde hay que poner el acento de la repulsa. Bien está pedir perdón por los abusos sexuales de muchos o algunos clérigos, pero mejor sería pedirlo por el encubrimiento activo de la jerarquía eclesiástica en cada país y, naturalmente, en Roma.
Habrá que tener cuidado, sin embargo, en no tratar de compensar ahora la incalificable pasividad de tantos años con precipitadas valoraciones de muy tardías denuncias como si éstas fueran siempre verídicas. Sirva de ejemplo lo ocurrido en el caso de “los Romanones” en Granada, llamado así por el nombre del único canónigo que llegó a sentarse en el banquillo para ser finalmente absuelto. Con muchos años de retraso, un antiguo monaguillo o catequista se dirigió por carta al papa Francisco denunciando haber sido víctima de un grupo de canónigos granadinos entre los que el más destacado sería el padre Román. El Santo Padre dio por buena la denuncia, lamentó en carta lo ocurrido según la versión del denunciante, le ofreció disculpas y le animó a acudir a la justicia penal. El final del proceso ha sido la absolución del canónigo en sentencia que pone de relieve las contradicciones y falsas alegaciones del denunciante, al que incluso condena en costas. El colofón habría sido que el papa Francisco concedió una larga audiencia particular al absuelto y le pidió perdón.