Cuando eran las siete y siete, llevábamos seis en el coleto. Orejas, se entiende. Aquello parecía una DANA tardía, un torrente sin freno, como aquellas famosas riadas del Pisuerga –y sus femeninos afluentes, las Esguevas-- que enseñan fotos antañonas en sepia y blanco y negro, con la plaza del Poniente anegada y los árboles con el tronco a medio cubrir. Esos son desbordamientos, y lo demás son cuentos. En éste caso, esas son apoteosis en una plaza de toros, a cuyo desolladero iban llegando, uno tras otro, los toros mutilados de “apéndices auriculares”, que era como los cronistas de hace la tira de años llamaban a los trofeos cartilaginosos que muestran los toreros en tardes de triunfo. Los matarifes y carniceros que se emplean en el manejo de las canales debían estar estupefactos.+
¿Era para tanto? Sinceramente, no. La cosa comenzó cuando el presidente de la corrida, nuevo en estos menesteres, le dio por pañolear en el palco que ocupa junto al veterinario y el asesor. Tres patas para un banco que permitieron cojear (es decir, colaborar con el desenfreno) a una tarde de toros que ponía fin a la feria de la Virgen de San Lorenzo en Valladolid.
Para sorpresa de todos (incluido el beneficiario) Sebastián Castella se encontró con el doble trofeo a poco de doblar el primer toro de la corrida, con el hierro de Cortés, segundo marbete del ganadero Victoriano del Río. La cara del torero al llegar a sus manos las dos “pelúas”, lo dijo todo. Se apresuró Castella a mandar al tendido la benignidad del premio, pero ya se había marcado la pauta. Después, Manzanares, pulcro, elegante, empacado de arte, cobró también su aguinaldo, pero en este caso la soberbia estocada recibiendo influyó sobradamente en el cobro revertido. Tras estos dos primeros actos, plagados de complacencia, a Tomás Rufo no le quedaba otra que subirse al carro asequible y lujoso de sus compañeros de cartel, a base de emplearse a fondo, de entregarse en cuerpo y alma en su tarea, como se empleaban los segadores en las besanas contramañana, mientras cantaban aquella copla castellana: “Déjame subir al carro, carretero de mi vida”… etcétera. Y se subió, ya lo creo que se subió. Lo dicho, seis orejas en sesenta y siete minutos. Un record difícil de superar.
Alguien se preguntará si los toros entraron en complicidad manifiesta con semejante festín. Sinceramente, sí. Tanto el primero, de Cortés, como los dos siguientes, ya de Victoriano del Río (para el caso, es lo mismo), desarrollaron una sobredosis de nobleza tal, que hubo momentos en que las faenas parecían más propias de tentadero que de una corrida formal. Toreaban los diestros como si de un entrenamiento se tratara, de lo almibaradas que eran las acometidas de los benditos animales. Pura golosina; tan es así, que en varias fases de las faenas el público estaba callado, como si fueran feligreses de una extraña liturgia. No había oles, sino silencios, y las tandas se sucedían, limpias y ligadas, solo subrayadas al final, con un palmoteo de obligada cortesía.
Tras la triunfal primera parte, el resto de la fiesta derivó por parecidos derroteros: toreo elegante y mandón de los veteranos Castella y Manzanares y un punto de arrebato en el más “nuevo”, Rufo, aunque no se privó de mostrar su indudable calidad en el manejo de los utensilios de torear. Sin embargo, la espada que Castella clavó en los bajos del cuarto toro hizo bajar el diapasión del generalizado entusiasmo; y aunque José Mari Manzanares volvió a torear de forma impecable al quinto, interpretando a la perfección la suerte del volapié, el festejo sufrió un parón cuando apareció en el ruedo el último de la corrida, un toro sardo de pelo y grandón de hechuras, con 624 kilos de carne, cuernos y huesos incluidos. Hablando de huesos, si los cinco primeros toros parecían carecer de ellos, porque las espadas se hundieron hasta la bola al primer viaje, este último dio la impresión de que la osamenta era el factor dominante en su morfología, porque Rufo, que lo toreó con buen aire en una larga faena, después lo pinchó repetidamente.
Resumen de lo dicho: Menos de media entrada, tarde de magnífica temperatura, ausente de viento, de cielo azulado; público generoso y presidente muy dispuesto a manejar el gatillo del pañuelo. Corrida de presentación desigual, con dos toros terciados (primero y segundo), tres más “hechos” y uno pesadote, que desentonaba del conjunto. Todos, sin excepción, nobles a más no poder. Todos prestos a dejarse torear, hocicando por el suelo y haciendo gala de una incesante, pero calmosa, movilidad. Una muy buena corrida de toros, desde luego. Se dice buena por la bondad que derrochó; ahora bien, la bondad en grandes cantidades puede llegar a empalagar. Una cosa es el toro bueno y otra el toro bravo y encastado. Una cosa en pelear bravamente en varas y otra dejarse pegar. Los toreros, encantados, los ganaderos, padre e hijo, ni les cuento. En los esportones, dos orejas para Sebastián Castella, otras dos para Tomás Rufo y cuatro para Manzanares. Total: ocho, ¿hay quien dé más?
La gente, en general, salió de la Plaza encantada, así que echar agua al brasero de un triunfo de tamaña dimensión parece poco edificante. Su entusiasmo por lo presenciado se paseaba ufano por el paseo de Zorrilla. Hasta allí salieron también los tres toreros; y a ellos se unieron Ricardo del Río, hijo del titular de la ganadería, que acudió alocadamente al tumulto para ser un elemento más en la procesión, sin que nadie lo pidiera. El mayoral, también se sumó al cortejo… y no le siguió el que echa el pienso a los toros porque se quedó en los prados de la sierra de Madrid. En fin, cinco imágenes humanas sobre los hombros de costaleros, digamos, “profesionales”. La foto que Victoriano pondrá en su despacho, junto a la cabeza sin vida de Beato. Una desmesura más. Ya puestos…