El mar dejó de ser azul.
No tenía el color del cielo, sino el de la tierra.
Una tierra gris que debe de ser el color del fondo marino y del agua del mar cuando el viento y la fuerza de las olas alcanzan el fondo para revolverlo todo.
Ya desde el cielo, en la aproximación a Ibiza, se veían el cielo y el mar lleno de borregos, de crestas blancas de nube y de olas que se hundían en remolinos.
Yo ahí no me meto, pensé.
Era curioso contemplar desde arriba que el arado de las olas era tal, que había claros azul turquesa en el centro de los remolinos, entre la grisura del agua. Si el mar tuviera corazón, sería de ese azul que asoma en las profundidades cuando giran las olas.
Al aterrizar, hasta el viento era gris.
Todo estaba teñido de una calidez tropical como si estuviéramos dentro de un huracán en Florida. Mi melena blanca se movía en todas las direcciones, como las olas en el mar, hasta el punto de tener que detenerme en las escalerillas del avión, porque no veía nada. Dio igual que luego me anudara un pañuelo de gasa, porque el viento, con sus manos invisibles, se lo llevaba.
Dos taxis nos llevaron al puerto donde nos aconsejaron el mejor barco para cruzar hasta Formentera. El puerto estaba lleno de olas como si no hubiera puerto. Pero, contra y viento y marea, nos fuimos a comer algo al Sol y Mar, arrastrando el equipaje que, de pronto, pesaba mucho más, como si lleváramos el temporal encima. Los estípites de las palmeras se doblaban como juncos. Las podas del viento cubrían las aceras de ramas. Daba miedo no estar a cubierto.
Regresamos al puerto como si nada de lo que estaba ocurriendo a nuestro alrededor, sucediera realmente, imbuidos de ese espíritu de despreocupación que te invade cuando, al fin, inicias tus vacaciones. Por eso, como si el mar y el cielo estuvieran azules, no dimos crédito al tripulante que nos impidió acceder a la escalerilla del ferry con una frase demoledora: “El puerto está cerrado”.
¿¿Cómo??
Es curiosa la capacidad de abstracción del ser humano que piensa que, por el simple hecho de estar de vacaciones, no habrá contratiempos.
Luego, se gestionan incluso felizmente, pero lo primero que nos invade es la incredulidad, aunque, plantados como pasmarotes con maleta, tengamos, salpicándonos a la cara, las olas de un mar embravecido.
Acabamos en el hotel Argos, pasando la noche mientras se hundían los barcos.
Desde nuestras habitaciones con terraza, las últimas que quedaban, encima de un mar que no parecía el Mediterráneo, oímos el resonar de las olas y del viento toda la noche.
Te asomabas, y seguías dentro de un informativo, restaurantes en primera línea de playa completamente anegados, embarcaciones de madera despedazadas contra las rocas, personas con linternas intentando salvar lo que podían.
Sólo las gaviotas parecían tranquilas, incluso disfrutar, sobrevolando sin moverse del sitio, sin ni siquiera batir las alas, contemplando con parsimonia toda la escena desde arriba, blancas como la luna que no había.
Estaban de vacaciones.