Kevin Spacey, duelos y quebrantos

El actor Kevin Spacey en una foto de archivo.

EUROPA PRESSEl actor Kevin Spacey en una foto de archivo.

12 horas y 26 minutos. Es el tiempo que necesitó el jurado del tribunal londinense de Southwark para deliberar y emitir el correspondiente veredicto: “No culpable”. El portavoz repitió estas dos cruciales palabras en nueve ocasiones, por cada uno de los cargos de delito sexual por los que se juzgaba al actor Kevin Spacey cometidos supuestamente contra cuatro hombres diversos puntos de Inglaterra. Sobre todo a partir de 2004, durante su etapa como director artístico de Old Vic, uno de los teatros más prestigiosos de la capital británica. 

Sin embargo, finalizada la lectura del veredicto no se escuchó en la Sala el esperado suspiro de cualquier acusado al ser declarado inocente. En este caso, las lágrimas en los ojos del protagonista de “American Beauty” y “House of Cards” resultaron mucho más sonoras. Agudas y fluorescentes. Se terminaba finalmente la pesadilla, más social que judicial, en la que un día se vio inmerso como consecuencia del movimiento #MeToo que, a pesar de su gran logro, la caída del depredador Harvey Weinstein condenado – él sí – a 23 años de prisión, originó una de esas cazas de brujas que hoy se libran mediáticamente. ¿Estoy queriendo afirmar con esto que Kevin Spacey sea inocente? ¿O una víctima del citado movimiento activista que terminó con “usos y costumbres” nauseabundas? Pues no del todo, sencillamente porque no lo sé. Y tampoco es importante, lo que cuenta es el veredicto y, no olvidemos que en su caso es el segundo tribunal que lo declara inocente, el anterior fue en Estados Unidos, demostrando que las inquisiciones generalizadas nunca fueron buenas y que el linchamiento no era solo cosa del Lejano Oeste.  

Aunque es cierto que para llegar a un equilibrio es normal e incluso necesario visitar primero los polos más extremos, con el caso Weinstein viajamos literalmente de punta a punta. Del “no pasa nada” o “es mentira”, al extremo donde cualquier insinuación de vida sexual promiscua podía significar la acusación de famosos y poderosos, llevándose consigo lo más sagrado de la administración de Justicia, la presunción de inocencia. Así, de la noche a la mañana, pasamos de aquellas oscuras décadas en las que se hacían oídos sordos a los testimonios de abusos, considerando a quienes los hacían como fantasiosas piradas (o pirados), a tirar piedras contra todo aquel que fuera señalado sin más pruebas que un relato nunca antes contado. Basculamos peligrosamente desde el aislamiento social al que se condenó a quienes denunciaron en el momento de ocurrir los hechos y nos mudamos con todo el equipaje, ahora haciendo oídos sordos a los acusados, al siempre inestable territorio de “cuando el río suena…”.    

Más grave aún, no es que de pronto aquel minúsculo grupo de mujeres que se atrevieron a denunciar un abuso o agresión sexual, al menos a contarlo nada más ocurrir el mismo, tuviera la credibilidad que se le había negado sistemáticamente sino que se abrieron las puertas de un campo en el que todo era orégano y un aluvión de “recuerdos” se convirtieron en directo señalamiento. A esa multitud de nuevas voces se las acogió como valientes por su particular #MeToo, sin tener en cuenta que subirse a un carro al que ya le han quitado las ruedas y añadir leña cortada del árbol caído tiene bastante poco de coraje; mucho de hipocresía, fría venganza, rencillas no resueltas, envidias o simplemente oportunismo. El único valor fue el que demostraron aquellas pequeñas gotas que se arriesgaron al veto en sus carreras y al ninguneo de sus propios compañeros de profesión, denunciando sin esperar a la tormenta. Lloviendo en quijotesca tierra yerma cuando en el cielo de su presunto agresor brillaba un sol de intenso dorado que anochecía plagado de estrellas. Sin una nube en el horizonte. 

Y cuando por fin se las creyó después de años teniendo que comerse una verdad que les había cambiado para siempre, el otro extremo resultó igual de cruel, populista e indecente que el vivido por ellas. Un episodio de “duelos y quebrantos” en toda regla, que recordaba al edicto de la Inquisición informando a los vecinos de los signos exteriores que les permitirían detectar a posibles herejes y denunciarlos: “Conviene a saber, si alguno de vos ha visto u oído decir que alguna o algunas personas hayan guardado algunos sábados por honra, guarda y observancia de la ley de Moisés, vistiendo en ellos camisas limpias y ropas mejoradas y de fiesta, poniendo en las mesas manteles limpios y echando en las camas sábanas limpias por honra del dicho sábado, no haciendo lumbre ni otra cosa alguna en ellos, guardándolos dende el viernes en la tarde. O que hayan purgado o desebado la carne que han de comer echándola en agua para la desangrar...”. 

Nada puede gustarnos más que ver cómo se hace escarmiento en los pecados ajenos, no en los propios. Y en contra del sentido común, con el movimiento #MeToo cuanto más alto moraba el señalado, más aclamada era su caída en desgracia. Hasta que una vez más, llegó el turno de la única que puede y debe poner orden. Solo la Justicia tiene el poder de absolver o condenar. Por desgracia, nunca reparar de todo. Ni a las primeras víctimas, las silenciadas, ni a las últimas, los señalados. Porque, ¿qué reparación puede ofrecerse ahora a Kevin Spacey? Como preguntó su representación legal en el tribunal de Londres ¿desde cuándo es delito que a alguien le guste el sexo? Porque el actor desde el principio rechazó los cargos por los que había sido denunciado, insistiendo en que siempre mantuvo relaciones en un marco de consentimiento, disfrute mutuo y “agrado”. Y eso es lo que ha quedado probado.   

Sin embargo, por el camino, más bien a pocos días de iniciar su desoladora travesía, el veterano artista fue despedido de la serie de Netflix “House of Cards” e incluso demandado por sus productores para reclamarle una multimillonaria indemnización de daños y perjuicios: por “culpa” de Spacey la última temporada de House of Cards tenía que acortarse: de 13 episodios a 8… También, a finales de 2017, la Academia Internacional de las Artes y las Ciencias de la Televisión anuló públicamente los planes de honrar al actor con su Premio Internacional a los Fundadores de los Emmy, y el Old Vic le echó sin miramientos a los lobos. Por su parte, Ridley Scott lo eliminó de su película finalizada, “Todo el dinero del mundo”, hasta el extremo de rodar de nuevo las 22 escenas que protagonizaba el oscarizado actor de New Yersey para poner a Christopher Plummer en su lugar. 

Se convirtió en un paria.  Y nadie quería mancharse… de lo que fuera. 

Ante el tribunal, la semana pasada Spacey resumió el estallido del escándalo a finales de 2017 con un lacónico “Mi mundo explotó”. Porque antes de que lo arrollara por completo la inversión de la carga de la prueba – uno es inocente hasta que se pruebe lo contrario - perdió su trabajo, perdió su reputación. En sus propias palabras: “Lo perdí todo en cuestión de días”. Durante estos últimos seis años no pudo trabajar, dejó de tener ingresos y se vio obligado a asumir facturas legales, algunas de las cuales todavía no ha podido pagar. Tuvo que asistir incluso al exhibicionismo de su hermano que, a falta, de haberse convertido en “alguien”, estimó que era el momento de sacar rédito a su parentesco aireando la terrible infancia que vivieron. Y dando por hecho en sus declaraciones que daba más crédito a lo que se publicaba en medios o se sentenciaba en redes que a su propio hermano. No es de extrañar por tanto que el actor insistiera tras el veredicto en dar las gracias al jurado “por haberse tomado el tiempo de examinar cuidadosamente todas las pruebas y todos los hechos antes de llegar a su decisión”.