Están florecidos los tilos y los castaños.
No se sabe qué huele más en el aire, si el verano, los castaños o los tilos.
Da gusto.
Suelo decir que tenía que ser siempre abril, pero, cuando llega junio, dudo.
Tenía que ser siempre junio.
No cabe más luz en las ventanas.
Es magia, diría mi nieta mayor.
Eso pensé mientras me tumbé después de comer y, sobre la manta ligera que me había echado encima, de color café con leche, aparecieron dos ventanas de ojo de buey, que era la luz, entrando por una ventana que, no entiendo físicamente aún muy bien la razón, se había convertido en dos, dibujando dos ojos que se movían según movía yo la manta, como las luces bajo la sombra de los árboles que se observan en verano sobre las aceras.
Luces que se mueven, que bailan con el movimiento de las ramas que la brisa o el viento abanan, moviéndolas como si las acunaran.
Esos brillos del sol, que no es el rayo directo, sino todos los lugares por donde va y viene, ya sea la superficie del agua, haciendo mil centellas, ya entre el agua salada de las pestañas cuando sales de darte un baño en el mar, que se ven arcoíris como en las escamas de los peces, siempre me han fascinado.
La reflexión y la refracción como las que pinta Antonio López en sus vasos con flores blancas de tallos verdes quebrados.
Las luces, puede que lo que más nos guste de ellas, sea su fugacidad.
Pensar que la estrella que vemos tal vez no existe.
Y que la luz del sol que hoy llena las habitaciones, se marchará.
Pero hoy es junio, y está ahí, creciendo hasta que llegue la noche de San Juan, para ir desapareciendo después sigilosamente, durante el tráfago del verano, sin que nos demos cuenta.
Hace unos días vi una planta que hacía mucho tiempo que no veía, la Santa María, que es una de las plantas que se utilizan para dejarla a remojo en agua y luego lavar la cara tras la noche de San Juan, justo al día siguiente.
Por Carraceda, tenemos una fiesta preparada.
Es la noche más bonita de Galicia, cuando todo termina y empieza, más aún que en fin de año.
Recuerdo haberla vivido siempre como una noche muy importante, en la que se quemaban los muebles viejos, o se rescataban, como la mesa de castaño en la que, contaban, había cenado Foucellas, y que estaba preparada para quemar, pero finalmente salvada en el comedor de mi casa.
Una mesa que ahora está llena de libros que debo clasificar y pensar cuáles me quedo, para dejárselos a los que vengan detrás de mí, y cuáles voy a vender o a regalar a quien los quiera.
Siento la necesidad de ir aligerando mientras pasa, para llenarlo todo de luz y de olores de flor de castaño y de tilo, junio.