Días después de haber escrito acerca del 50 aniversario de la Guerra de Yom Kipur, me reconozco incapaz de hacerlo hoy sin que me domine una extraña sensación de déjà vu. Sin recordar, por ejemplo, la frase dirigida por Golda Meir a su ministro de Defensa seis horas antes de que Egipto y Siria lanzaran su ofensiva: “Si atacamos antes, nadie nos va a apoyar”. Sobre la mesa de la mandataria israelí reposaba la inapelable advertencia de la administración Nixon: poner la venda antes de la herida no era una opción. Cualquier ataque preventivo les dejaría solos, sin ayuda, incluso sin justificación para “existir”. Israel aprendió de aquel episodio y, con los años, sus políticos y estrategas terminaron incorporándolo a su ADN. Solo pueden hacer uso de la poderosa estructura militar para defenderse… De provocar o ignorar, el presunto manual de protocolo existencial nada decía.
Desde entonces, las constantes operaciones militares israelíes han procurado ser intervenciones quirúrgicas de afilado y preciso bisturí, lanzadas contra objetivos concretos. Nada que llamara demasiado la atención, evitando al máximo imágenes de civiles – especialmente niños – como las que vimos durante las dos Intifadas y, más tarde, en las lanzadas para proteger a los colonos que, no olvidemos, viven en tierras ocupadas militarmente por Israel y, por tanto, ilegales de acuerdo con la Convención de Ginebra. Edificaciones aquí y allá, protegidas por muros, garitas, alambradas, cámaras, sensores de última generación y todo lo que haga falta para hacer frente a la constante amenaza.
Israel es, con independencia de las citadas colonias fronterizas de la franja de Gaza, un territorio flanqueado por naciones hostiles. Por ello, para que exista una eficaz defensa es indispensable que el estado de alerta sea, como ya lo es, permanente. También, sofisticado y ágil, con la capacidad de reacción demostrada ayer tras los primeros misiles lanzados por Hamás que sembraron de terror, muerte y destrucción diversos puntos del país más blindado del mundo. Además, precisa de información continua y actualizada, llegada incluso desde casa de su enemigo. Nada es infalible, pero nadie duda de que Israel sea el Estado con una de las redes más extensas y sofisticadas de Inteligencia en Medio Oriente tanto a nivel local como internacional. Sin tener que preocuparse por el presupuesto, lleva décadas con informantes infiltrados en grupos y gobiernos no solo en territorio palestino, sino también en Líbano, Siria y otros países, aunque de algunos no se espere amenaza. Por eso ahora, mucho más que en 1973, cuesta dar crédito a la capacidad de Hamás para sorprender a los israelíes justo después de finalizar el Sucot, de nuevo otra fiesta importante en el calendario judío.
¿Habían fallado a la vez el Shin Bet, la inteligencia interna israelí, el famosísimo Mossad, su agencia de espionaje exterior, y todos los activos de las Fuerzas de Defensa? Tan difícil es que esto suceda como que ahora, sin más, nos limitemos a creerlo. Un ataque coordinado de estas características implica niveles extraordinarios de seguridad operativa por parte de Hamás, el grupo terrorista más monitorizado del planeta, especialmente en Gaza. Requiere de almacenamiento para las armas, suministradas en gran parte por Irán, de reuniones, conversaciones internacionales, ejercicios de coordinación, análisis, ensayos y entrenamientos. En definitiva, un despliegue difícil de llevar a cabo fuera del alcance de los satélites y drones espías que no pierden de vista la estrecha franja llena de potenciales enemigos.
Información o no aparte, lo que sí sorprendió a todos fue el increíble diseño táctico que caracterizó la ofensiva de Hamás la madrugada del sábado. Bautizada como “Tormenta Al Aqsa”, nombre de la mezquita que Gaza considera profanada por los israelíes en las últimas semanas, la coordinación y virulencia para atacar por tierra, mar y aire e incluso atravesar con parapentes y bulldozers la frontera más infranqueable del mundo para asesinar y secuestrar israelíes, son los elementos que realmente han sorprendido. A Israel y al mundo. Incluso a los propios habitantes de Gaza.
Como componente político, al que ahora algunos quieren culpar del “error” de la Inteligencia israelí, está la fractura social causada por el intento del gobierno de Netanyahu de cambiar las reglas del juego del Estado de Derecho a través de su controvertida reforma judicial. Nunca había vivido Israel una división interna de estas características, con los ultraortodoxos, el ala más radical de la coalición de gobierno, imponiendo su personal modelo de Estado en contra de buena parte de la población. Y las fracturas sociales siempre acaban contagiando – o quizás sea al revés – a quienes ocupan puestos en la Administración, ya sea de Justicia, Interior o Defensa…Mientras, al otro lado de la frontera, con la Autoridad Palestina dormida en los laureles perfumados del poder, se esperaba una suerte de “revolución” contra su corrupta desidia que permitiría a Hamás tomar el control absoluto igual que hizo con Gaza en 2017. De hecho, una parte de los analistas internacionales piensa que los movimientos de los terroristas podrían haber sido “confundidos” con un inminente desalojo en Ramala.
Aun así, seguir insistiendo en la tesis del fracaso de la Inteligencia israelí como única explicación de lo sucedido resulta harto simplista cuando hablamos del eterno conflicto donde el mando supremo lo ostenta el odio. Hasta el punto de ignorar el sufrimiento de aquellos a los que dice defender: los propios palestinos. Porque si, desde aquel otro octubre de hace 50 años, Israel aprendió la lección de que no podía prevenir sino curar, en el otro bando tomaron buena cuenta de que, a falta de la Cúpula de Hierro o la Honda de David para proteger sus cielos como en Israel, las personas, sus propios ciudadanos - en esta ocasión junto a los israelíes secuestrados -, harían las veces de escudo. Humano. Más sangre, más sufrimiento, más armas.
Por otra parte, a pesar de las circunstancias, hacía meses que no veíamos a Benjamin Netanyahu hablándole a su pueblo con la autoridad y aplomo de ayer. El enemigo exterior es lo único que puede volver a unir a un pueblo. Su mensaje fue claro: no se trataba de una operación especial ni de un ataque terrorista. Era la guerra. Importante precisión para no jugar la misma partida que Putin. En una guerra declarada no funciona la proporcionalidad y el agredido ya tiene mucho de su parte. En cualquier caso, siempre que explota un gran conflicto bélico como la guerra de Ucrania, se producen importantes “ajustes” en el tablero geopolítico mundial. Hace poco lo hemos visto en Nagorno Karabaj, que Rusia dejaba “caer” por compromisos adquiridos con Irán, fiel aliado de Putin y principal suministrador de sus armas. Irán, que anoche celebraba el ataque de Hamás con fuegos artificiales y gente de celebración en plazas y calles, ahora ha movido ficha en Gaza.
Desde que comenzó la guerra de Ucrania, los intentos de extender y multiplicar conflictos en cualquier lugar del planeta han sido permanentes. Dispersar la atención encendiendo focos que apunten otros objetivos y dividir esfuerzos, que no son nunca ilimitados, es otra de las grandes tácticas políticas y bélicas que se repiten a lo largo de la Historia. Joe Biden declaraba anoche, dejando atrás las malas relaciones de su administración con la de Netanyahu, que a Israel nunca le faltará nada de lo que necesite para defenderse. Palabras que llegan pocos días después de que al presidente estadounidense empiecen a pedirle explicaciones por el elevado gasto de armamento destinado a Kiev. En conclusión, no hay UCIS para todos.