Empezaremos por el final, que esta vez parece lo más aconsejable. En las corridas de toros, el último acto es el que suele protagonizar el sexto toro, con el que se cierra la función. Ayer, ese toro postrero lidiado en la capital de reino, era el cerrojo de su temporada taurina, larga como un día sin pan, pero venturosa como pocas. Hacía muchos años que no iba tanta gente a los toros en Madrid; tanta y tan seguida. Sobre todo en la llamada Feria de Otoño, que es algo así como la hermana pequeña de la de San Isidro.
Ayer se lleno la Plaza. Hasta los topes. No importó la ausencia forzosa, contada y cantada, de Morante de la Puebla. Ayer era un día de fiesta extraordinaria en el calendario de nuestro país, el día grande que conmemora la hazaña que realizaron nuestros lejanos compatriotas hace 531 años avistando un continente desconocido para el mundo occidental, el Nuevo Mundo para la historia del mundo. Una fecha conocida como Fiesta Nacional que aquí, en España, se conmemora con fastos y flores en Zaragoza –en la ofrenda a su Virgen del Pilar-- y en el resto del país como día de fiesta grande, de Fiesta Nacional, que, por cierto, es como tradicionalmente se conoce a la fiesta de los toros.
En Madrid, la gente se echó a la calle, para presenciar un fastuoso desfile militar y a la plaza, para presenciar la corrida de toros. Una corrida que vamos a tratar de contar partiendo de la presencia en el ruedo de Las Ventas de un toro llamado Verbenero y un torero mexicano llamado Isaac Fonseca. Vamos a ello:
El toro en cuestión era colorado de capa, ojo de perdiz, de cuerna acaramelada y un peso de 595 kilos. Un boyancón, altón, brutote y mansueto. Su salida fue saludada por Fonseca con dos largas cambiadas de rodillas en el tercio y un valeroso toreo de capa por chicuelinas. Era su última oportunidad. Un triunfo en Madrid, a final de año, significaba para este manito de 25 años la dulce guinda a su corta etapa como matador de alternativa. Su primer toro, de Cortés, abanto y cornalón, había sido protestado por un sector de público con ese “miáu” escandaloso y miserable que usan las gentes de nula sensibilidad que se sientan en la piedra berroqueña del tendido. Las mismas que 24 horas antes habían motejado sin piedad a unos adolescentes que acudieron a torear a las Ventas –sin caballos de picar--, dinamitando su carga imponente de ilusión y esperanza.
A lo que íbamos: este de Cortés, “Bolero” de nombre, fue el toro de la corrida, el que más y mejor apretó en varas, el más bravo y encastado, acudiendo con alegre movilidad a la muleta de Fonseca en una faena donde se vieron pases largos y templados, bien ligados, con el torero bien encajado, entre una censura sonora y terrible. Fonseca no es un exquisito, cierto es; pero no merecía el desprecio que “atesora” la mentecatez de una afición definitivamente desnortada y a la deriva, provocando además la desmesura de un trasteo rematado con una estocada defectuosa, propiciando el sonido de un aviso. Por tanto, ¡ahora o nunca!, debió pensar el muchacho de Morelia. Y se fue para el toro como un jabato, tirando su moneda a cara o cruz.
Sin embargo, este colorado era un barbián de siete suelas, por lo cual, el arrojo del torero --nunca reconocido-- acabó en una cogida espeluznante. El toro lo prendió horriblemente, lanzándolo al aire, haciendo un ovillo de nácar y oro por el suelo, restregándolo por la arena y metiendo el astifino caramelo del pitón por el espaldar de la chaquetilla. Unos milímetros más profundo el derrote, y le saca las entrañas al muchacho. Volvió a la cara del toro con la suya ensangrentada por la de la bestia, y siguió toreando de rodillas, asómbrense, ¡con una sonrisa en los labios! Todo esto provocó que el resto del público –los del miáu no cuentan—se pusiera en pie y le tributara a este Fonseca una delirante ovación --¡viva México, carajo!--, como si quiera demostrarle su admiración y respeto, que es lo mínimo que debe primar en una plaza de toros de supremo rango, como la de Madrid. Pues, nada: palmas de tango. Entró a matar o a morir Fonseca y la espada se atravesó, desluciendo tan dramático final. Cuando descabelló al primer intento, aún sonaron, además de un aviso, más palmas de tango. Ni siquiera le permitieron dar la vuelta al ruedo.
El resto de la corrida se substancia con la buena actuación de El Cid, que sustituyó a Morante, ante un primer toro de Garcigrande, cinqueño, grande de por sí (610 kilos), de nobleza inexpresiva y otro de Victoriano del Río cariavacado y rabilargo, que le permitió hilvanar tres tandas con la derecha de excelente trazo, al que también lanceó de capa con buen aire. En un momento de la faena echó una mirada al tendido que capitaliza la protesta sistemática, de las que fulminan y sentencian. Brindó este toro a Joaquín, el futbolista (en el callejón había tres más, Nacho, Ceballos y Ramos) y, esta vez, manejó la espada con más fortuna, aunque el toro tardó mucho en claudicar junto a las tablas. Se llevó una ovación de bienvenida y, además de un aviso, sonaron algunas palmas al acabar con el cuarto. Se le vio a Manuel solvente, centrado y bien de ánimo. Talavante también protagonizó algunos momentos lucidos, no tanto en su primero toro, de Garcigrande, manso y abanto, en el que le dedicaron “oles” de guasa (¡santo cielo!) como en el quinto, un toro de descomunal arboladura que parecía ideal para echarlo a las calles o destinarlo a ser el “toro del pilón” en algún pueblo; pero, mira, embistió, mal que bien, en algunas fases de la faena y Alejandro lo aprovechó, hasta que el “del pilón” comenzó a pezuñear en la muleta. También escucho un aviso.
La corrida, anunciada como extraordinaria, acabó en un baile de corrales, desechándose por completo los toros anunciados de Núñez del Cuvillo y sustituyéndolos, mal que bien, con los referenciados, tras respigar en el rastrojo del campo más o menos bravo. Así está esto. Buscar toros para Madrid puede ser tarea ímproba, ingrata e infructuosa para la próxima temporada. Ahora mismo, tan grandes y tan cornalones, sencillamente, no existen.
P.S.- En el Antiguo Testamento se refiere la escena del patriarca Abraham en actitud de sacrificar a su hijo, Isaac, en ofrenda a su dios; pero un ángel de Jehová –el dios de los hebreos-- lo impidió, mostrándole a cambio un cordero, víctima habitual en la cruenta ceremonia. Es una historia tremenda que, por fortuna, tuvo un final feliz. Ayer en Las Ventas otro Isaac estuvo a punto de protagonizar un holocausto inútil, provocado por un grupo de personas que arrima lecha seca al ara del irrespeto. Aquí no hay ángel que valga, ni Jehová que medie. A no ser que algunos se crean dioses, de verdad. Sería el colmo.