Sin duda estamos ante la legislatura más crispada y canalla de los últimos tiempos. También la de los grandes misterios; la de las mentiras convertidas en verdades; la de todo lo que no sabemos y se nos ha ocultado conscientemente y que sin embargo acabaremos viendo en un santiamén transformado en verdades oficiales.
Se avecinan meses o quizá años en los que seremos testigos obligados de cómo se rescribe nuestra historia reciente de forma cruel y humillante; meses o quizá años en los que la tensión permanente, las voces insultantes y los enfrentamientos a flor de piel formarán parte de nuestro hábitat diario. Se nos vienen tiempos convulsos en los que los gritos borrarán las palabras.
Una legislatura, en definitiva, de huevos voladores y cestas de fruta, de cinturones o muros sanitarios y de enemigos de España por doquier. Seguiremos siendo el reflejo de un país que continúa fiel a su historia y mira hacia adelante con la tara genética de estar siempre echando de reojo la vista atrás. Un país siempre partido por la mitad.
Una legislatura en la que, dadas las circunstancias y echando mano de las propias palabras del presidente, toda la ciudadanía, la política y la de a pie, vamos a estar obligados a hacer de la necesidad virtud para seguir adelante.
Pedro Sánchez es un presidente plenamente legítimo aunque fuera superado en las urnas por el Partido Popular; aunque por necesidades de la aritmética parlamentaria haya cambiado la impunidad de unos delincuentes por su propia investidura y haya hecho todo lo contrario de lo que dijo que iba a hacer durante la campaña electoral previa al 23J; aunque intente poner patas arriba a la Justicia para tratar de que confluyan sus deseos con la realidad.
Un presidente legítimo al que, en su necesidad de intentar apartar la amnistía a los independentistas de la memoria colectiva ciudadana, no le ha importado meter nuevamente el dedo en la llaga de las dos Españas y ahondar en el peligro de lanzar a una contra la otra, tratando de borrar su intercambio de favores con un prófugo de la justicia para seguir al frente del país.
En cualquier caso, un presidente tan legítimo, conviene recordarlo, como lo fue en 2019 la popular Isabel Díaz Ayuso -que tanto habla y habla estos días- cuando siendo la segunda fuerza más votada en la Comunidad de Madrid y obteniendo sólo 30 escaños de los 132 que estaban en juego y poco más del 22 por ciento de los votos, acabó siendo presidenta sin que nadie clamara al cielo por la lista más votada. Y tan legítimo como José Luis Martínez Almeida -otro que también abre mucho la boca ahora- que en el mismo 2019 llegó a Cibeles siendo la segunda fuerza más votada en la capital, con 15 concejales de los 57 que se disputaban, y con poco más del 24 por ciento de los votos emitidos.
Y ambos -Díaz Ayuso y Martínez Almeida- lo hicieron pactando con otras fuerzas políticas, como ha hecho ahora Pedro Sánchez.
Tiene que pensar el PP que resulta muy peligroso poner en entredicho las legitimidades ajenas cuando las suyas se han balanceado en muchas ocasiones, y lo siguen haciendo aún, sobre la tela de una araña.
Como pone de manifiesto el caso de Pedro Sánchez, se puede llegar al poder de forma absolutamente legítima y democrática y ejercerlo de manera imprudente, injusta, desleal, reprobable y escasamente ética.
Debería por lo tanto Alberto Núñez Feijóo olvidarse de todas las patrañas del inquilino de la Moncloa -aunque sean muchas, variadas y dolorosas- y mirar hacia adelante con una cierta perspectiva de hombre estado. Pensar en el diálogo, en el consenso, en los acuerdos con los rivales, aunque ahora parezca imposible. Es cierto que resulta difícilmente digerible lo que, posiblemente, la buena ciudadanía catalana y española va a tener que tragar en los próximos meses, pero es el momento de hacer de la necesidad virtud, también desde la oposición.
El debate de investidura ha concluido. Sánchez es el presidente de todos los españoles, hasta de quienes siguen indignados; incluso de todos aquellos -millones, tal vez- contra los que el presidente se ha empeñado en arremeter esta semana porque no estaban en su lado del tablero.
Estamos convencidos de que, además de seguir manifestándose en las calles pacíficamente contra la amnistía, contra los acuerdos perversos con los independentistas catalanes y contra la desigualdad de las tierras de España, la política tiene que regresar al Congreso de los Diputados.
Que Patxi López, o quien sea en el futuro la voz del Gobierno en el parlamento, tiene que olvidarse ya de la Guerra Civil, de los buenos y los malos, de los suyos y de los otros, de los progresistas y de los reaccionarios. Y que por favor no se empecine en hacer una política de tierra quemada que sería como intentar apagar el fuego con gasolina.
Que Núñez Feijóo, es decir el PP, tiene que liderar la oposición, comportarse como tal y olvidarse de una vez por todas de las investiduras que no fueron y de las batallas ya libradas y estrepitosamente perdidas.
Que Santiago Abascal, es decir Vox, tiene que dejar de cercar las sedes del PSOE, y de alentar la violencia que se desata en dichos asedios, y dedicarse a hacer sólo política, si no quiere que los españoles empiecen a pensar que, a lo mejor, lo que no quiere realmente la ultraderecha es hacer política, y que son lo que por desgracia parecen.
Y que Yolanda Díaz, que antes podía y ahora suma, deje de hacer oposición a la oposición; huya definitivamente de la política de pandereta, de verbo facilón y de sonrisa permanente pero de escaso contenido político. Y que escape si verdaderamente puede de los lugares comunes, de perdonar la vida a los demás, de los tópicos habituales y las promesas demagógicas y electoralistas que tan bien cree que se le dan.
Sobre el líder del PP recae quizá la mayor responsabilidad de lo que pase en esta legislatura y no debería dejarse rodear. Ni por los fantasmas que habitan en su interior desde el pasado 23J, ni por la extrema derecha ajena, ni por la que vive en su propio partido; ni por lo que pudo ser y no fue; ni por sus debilidades, que las tiene; ni por sus inseguridades, que las tiene; ni por su desconocimiento del mundo político que le rodea en Madrid, que lo tiene. Ni tampoco, por supuesto, por Isabel Díaz Ayuso, que siempre anda dispuesta a sacar réditos personales del querido enemigo de la Moncloa y a rascar hasta hacer sangre en todas las heridas abiertas del inquilino de Génova 13.
Toca pues echarse en manos del estoicismo y convertir los grandes problemas en desafíos y estos en oportunidades. Hay que traer la filosofía antigua a la vida moderna, llegar a la conclusión de que nada es bueno o malo, que la única diferencia radica en cómo lo afrontamos y que hay que hacer de la necesidad virtud con fortaleza y ecuanimidad; esto al menos es lo que dicen los breviarios de esta filosofía de hace 2300 años.
Cierto es también que no veo a ninguno de nuestros políticos como a Zenón de Citio, el primer estoico, especialmente si tenemos en cuenta que la escuela que creó está basada en la ética personal del individuo y en el comportamiento acorde de éste con su entorno… pero cosas más difíciles hemos visto estos últimos días y posiblemente sigamos viendo en los que nos acechan a la vuelta de la esquina.