Como si estuvieran dentro de la casa, cantan los pájaros.
No sé si celebran mi pequeña alegría en la derrota, al haber salido como concejala, en el ayuntamiento al que me presentaba, que es donde vivo.
Hay un piar a mi alrededor de pollos recién nacidos, en ocasiones a tal volumen que me cuesta escuchar a quien me llama por teléfono, pero me encanta tener, no un tejado, sino un techo de pájaros que cantan bajo el cielo.
Hay un aire ya de verano seco y soleado y, cuando se moja la tierra, huele también a verano, cuando llueve y se evapora el agua y sube como un vaho de acera recién regada por la mañana.
Echo de menos las sensaciones, más que las cosas.
Ese olor de la mañana en la calle y el chirrido de los vencejos que vuelan más bajo a primera hora del día.
Se llama greguería al lenguaje de las aves.
Ramón Gómez de la Serna bautizó como “greguerías” a sus metáforas breves e ingeniosas, algunas tan maravillosas como: “El libro es un pájaro con más de cien alas”.
Aquí la greguería que se oye ahora mismo es, sobre todo, la del canto de los gorriones, que también duermen alrededor de la casa.
A veces pienso que si me fuera dejando las ventanas abiertas, me los encontraría dentro a mi regreso, como me encuentro al sol con las ventanas cerradas.
Tenemos hoy en Galicia un final de mes de mayo que es una gloria, con el aire tibio detenido sobre los montes azules y blanquecinos, y unos pájaros que no dejan de piar con la alegría que trae la proximidad del verano.
Hay también una alegría de cerezas maduras en las ramas.
Un final de primavera que es una fiesta de despedida.
No sé todavía qué haremos hoy.
Puede que nada.
Acercarnos al mar.
A mirar.
A echar la mirada a navegar escuchando a los charranes con sus chirridos de grillo por el cielo.
No sé qué haría sin los pájaros.
Sin sus greguerías.
Sin sus vidas por encima de las nuestras.
Siempre en vuelo.
Haciendo que alcemos la cabeza, y soñemos.