“Me he equivocado en todo”. Dicen que estas fueron las últimas (o penúltimas) palabras que pronunció la diva italiana antes de fallecer el pasado mes de enero, rodeada de “los suyos”. Claro, que se dicen tantas cosas… Y en este caso, para colmo, ni siquiera llegará a saberse con rotundidad si esos suyos fueron siempre y en todo momento, en las buenas y en las malas, “los suyos”. Si estuvieron a la altura del declive personal de cualquier ser humano, con independencia de lo que esperaban heredar a su fallecimiento.
En cualquier caso, como epílogo – si no lo dijo, tampoco sería extraño que la actriz lo hubiera pensado más de una vez en estos últimos años – la frase no puede resultar más demoledora. Porque teniendo en cuenta que no podía referirse a su exitosa carrera artística, en su cabeza lo que rondaba era el siniestro fantasma del fracaso en aquello que, en realidad, más importa en nuestra vida: las relaciones personales más íntimas, el colchón emocional de una familia, sentir que no te has quedado solo. En definitiva que tu bienestar importa, especialmente cuando se llega a ese punto del círculo de la existencia en que una persona se vuelve más vulnerable, más insegura, más dependiente. Cuando uno ya no se reconoce si no es, precisamente, en la mirada de sincero amor de las personas que le rodean. Por quien es, no por lo que tiene.
Que el amor y las relaciones son lo más importante en la vida, lo sabemos todos o, al menos, con los años acabamos dándonos cuenta de ello. Sin embargo, para darle entidad científica y que no quede en materia de filosofía popular, los datos del estudio más longevo de la historia sobre la felicidad, el realizado durante 85 años por la Universidad de Harvard, son definitivos. Dicho estudio, llamado “Desarrollo Adulto”, comenzó en 1938 con 700 adolescentes, algunos estudiantes de Harvard y otros, procedentes de los barrios más pobres de Boston. La investigación los acompañó a lo largo de sus vidas, controlando periódicamente sus alegrías y dificultades, su estado físico, mental y emocional. Es decir, recogiendo la experiencia de décadas de cientos de personas sobre lo que realmente importa en la vida. Y, por supuesto, ciencia y filosofía acabaron llegando al mismo punto: las personas con relaciones más sencillas, más afectuosas, eran, a pesar de los normales sinsabores del día a día, de su procedencia y de los ceros de su cuenta corriente, las más felices.
El problema es que no siempre quien siembra con afecto y dedicación en terreno fértil tiene garantizada una buena cosecha. Igual que tampoco está dicho que quien sembró mala semilla o ni siquiera tuvo intención de perder su tiempo en sembrar nada, termine sus días solo, al cuidado de extraños, mucho menos admitiendo “Ho sbaglaito tutto”. La variable de que la vida a veces es tremendamente injusta no ha sido incluida en el resultado de la ecuación que pretende haber resuelto el estudio publicado por Harvard. No digo que sea el caso de la mítica actriz italiana, aunque la fama de amorosa desprendida nunca la llegó a tener. Pero de ahí al triste final que conocemos hay una distancia abismal que ni siquiera ese presunto “Lo he hecho todo mal” ayuda a recorrer.
La frase que sí la escuchamos todos decir, porque la pronunció ante las cámaras, era que merecía vivir en paz los últimos años de su vida. Y paz fue lo que, desde luego, no tuvo. Su memoria, ahora, sigue sin tenerla. Pero como no es cuestión juzgar a los muertos, ya debería tenerla. Sin embargo, aquellos que durante los últimos años de su vida zarandearon su presunto afecto por ella como bandera para legitimar acciones judiciales, aquellos que vivieron de ella o a través de ella sin más mérito conocido que esa relación, a veces ínfima, con la anciana en la que se había convertido siguen removiendo la tierra aún sin posar de su tumba. Los buitres anticipan el festín olfateando la presa mientras esta aún respira y no terminan de devorarla hasta que no queda nada que arrancar de sus huesos.
Tras su incapacitación judicial para administrar sus bienes instada por su único hijo, Milko Skofic, la guerra de la actriz para salvaguardar al tercer buitre en discordia, Andrea Piazzola, continúa abierta a pesar de que en la antaño primorosa villa de Via Appia de Gina ya se haya hecho el brevísimo inventario de enseres en un interior donde por no haber no había ni luz desde hacía meses. A pesar de que se conozca que en el testamento, la actriz reparte por mitad su mermado patrimonio entre el descendiente y el polémico joven que pasó los últimos doce años de vida de Gina “protegiéndola” de todos los que, a su vez, querían protegerla precisamente de él. De las maniobras que el empleado de hogar ascendido a asistente personal estaba realizando, vendiendo por ejemplo en una subasta de Sothebys las joyas de la artista tasadas en 4,5 millones de euros para, presuntamente, cumplir el deseo de su dueña de donar lo recaudado a una sociedad que investigaba las células madre y que ni siquiera existía.
“Qui se ne frega” (algo así como “a quien le importa”) declaró la actriz, de nuevo frente a las cámaras, cuando se le preguntó por la insólita subasta de sus preciadas joyas, añadiendo “como si las han regalado…o han desaparecido”. A esas alturas, lo que le importaba en ese último tramo de su existencia era estar en compañía de Piazzola. Incapacitada precisamente a causa de un dictamen pericial que afirmaba que sufría de un trastorno paranoide que la hacía seguir pensando que era la “reina de Saba”, la diva italiana no quería aguafiestas ni mandones a su lado. Y Andrea Piazzola, al parecer un manipulador de tomo y lomo, sabía bien cómo pulsar la tecla correcta. Él hacía lo que quería, pero de cara a Gina era ella quien tomaba decisiones – también al parecer desprenderse de sus tres pisos en la romana Plaza de España – y elegía a quien ver o no, ya se tratara de su hijo, su nieto o del mismísimo primer mandatario de El Vaticano.
Los movimientos de los últimos días, capitaneados ahora por el viudo no reconocido, Javier Rigalt, apuntan a que no todo está dicho en el último capítulo de la vida de quien no supo ver o aceptar que su estrella había dejado de brillar en el universo. El testamento, a la espera de comprobar si fue redactado cuando estaba incapacitada o no, podría ser impugnado por el hijo y el nieto para que el botín pasara de cinco a diez millones de euros. Está tristemente claro que la memoria a veces únicamente pervive mientras siga habiendo dinero de por medio y hay hijos que alegarían lo que fuera para que la última voluntad de su progenitor no sea cumplida si con ello ven mermado el valor económico que tenía para ellos su “ser querido”. A partir de ahí, señores, todo vale.
Resulta curioso que el estudio sobre la felicidad de Harvard concluya que cuando los participantes llegaron a la década de los ochenta y les preguntaron qué lamentaban al echar la vista atrás, respondieran dos cosas: haber pasado poco tiempo con las personas que quería sin haberlas honrado lo suficiente y, sobre todo, haber pasado tanto tiempo preocupándose por lo que pensaban de ellos otras personas: “Ho sbagliato tutto”.