Volaba de Dublín a Londres. En una esquina del Telegraph leí una historia menor sobre una subasta en Christie’s. En el último párrafo se hablaba de la responsable del evento, la española Pilar Ordovás. Un día lluvioso y gris, un día de Londres en Londres, Pilar me recibió en su despacho de King Street. Muy cerca de Pall Mall, donde se ubica el Reform Club, la exclusiva sociedad de hombres donde Phileas Fogg inició La vuelta al mundo en 80 días.
Historiadora del Arte, Ordovás era entonces responsable de Arte Contemporáneo y de Postguerra de Christie’s. Prolija y elegante, tímida y desconfiada, desplegó sobre la mesa algunos detalles de su vida y, al final de la charla, me acompañaron ella y su sonrisa a los depósitos de la casa de subastas. Allí colgaba algún Calder y se acumulaba algún Warhol. Esta mujer - hoy tiene una galería en Mayfair, uno de los barrios más distinguidos de esa ciudad- me habló con pasión de Lucian Freud. Fue amiga de él.
Cuando en julio de 2011 murió Freud, le pedí a Pilar un artículo para el diario El Mundo. Me lo envió junto a una fotografía suya con el pintor. Es, quizá o sin quizá, una de las mayores expertas del mundo en el pintor de origen alemán. Fue Ordovás quien, en aquella charla, grabó para siempre en mí cabeza la figura de Lucian Freud (Berlín, 1933-Londres, 2011).
Entonces empecé a sumergirme más y más en él, en cada matiz, en sus grumos de óleo o en esos ojos almendrados, geométricos, que el lápiz trazó en los primeros estadios de su vida artística en personas que miran de frente, con una fría melancolía en la mirada.
Se acababa de publicar en Inglaterra -finales de 2006, ya no me acuerdo- Freud at Work. El libro combina una larga conversación del pintor con Sebastian Smee -crítico de arte del Washington Post, aunque quiero pensar que entonces escribía para el Boston Globe- y una colección de fotos insuperables de David Dawson.
La imagen que encabeza este texto es de ese libro, que descansa sobre un atril en una de las bibliotecas de casa. Cuando la veo no sé si es una foto o es el propio Freud pintado por Freud. El cuerpo de Freud en movimiento, sus carnes descolgadas, blandas, añosas, casi pellejos en el abdomen. Un cuerpo como tantos que llevó al óleo. En ambas manos, pinceles como batutas que conducen una sinfonía. Cuando Dawson disparó la cámara pintó un cuadro de Freud con Freud, con sus colores ocres, rosas. Un Freud encerrado en su estudio, libre en su estudio.

Autorretrato inacabado de Lucian Freud.
En estos días -y hasta el 18 de junio- el Museo Thyssen presenta Lucian Freud. Nuevas Perspectivas. Un título que no dice nada. Ni falta que hace. Hubiera bastado poner Lucian Freud.
Freud decía cosas como que los retratos que veía le producían insatisfacción y que él pretendía otra cosa: pintar retratos de personas, no retratos que fueran como las personas. De ahí esas perspectivas rotas, esos contrapicados y esas pinceladas que deforman cuerpos, más que formarlos. Creo.
Paseo por las salas del Thyssen y hoy veo a Freud de otra manera. Acaso sea el día. Cada acercamiento es nuevo, distinto; un aprendizaje.
Olvido las pinceladas gruesas, cargadas de óleo, grumos que conforman rostros y cuerpos que rebalsan los límites de un sofá, o de una cama o de una simple catrera, acaso mesas de disección de la condición humana. Olvido la paleta de colores, muy sucinta en los últimos años. Olvido al personaje.
Veo lo íntimo. Lo íntimo del ambiente en el que son retratados poderosos, mujeres, enfermos, amantes. Veo las miradas turbadas en muchos casos; alegres casi nunca. Veo la hostilidad y la resignación. Las veo en la mirada de ese hombre, que es el propio Freud, en Habitación de Hotel, cuadro de 1954. Una mujer en la cama. Él junto a una ventana. Derrotados, con el amor gastado y la vida hecha trizas.
Es el primer Freud, un Freud casi geométrico, de pinceladas finas. Ojos grandes, almendrados, como de estatuas mesopotámicas. El segundo es el de la mano suelta, el de los pinceles gruesos.
Freud pinta el alma. El envase que las atrapa se me presenta hoy secundario. Sí, en mí recorrido decidí que las miradas me importaban más que la carne, que las pieles ajadas, que las arrugas, caminos de la vida.
La mirada… La mirada es la esencia de un ser, es la tristeza, la alegría, la melancolía, la risa, el amor, el desamor, el desengaño, la ira, la rabia, el odio. La rendición. Es la vida.
"Asombrar, perturbar, seducir, convencer". Eso, dice, le pide Freud a un cuadro. Perturbar.