Difícil recordar. Tan hermoso y no sabemos cómo sucedió. Ni cuándo. Es, como mucho, una vivencia incorporado. Alguien habló de ello y creó una imagen en nuestra mente que hoy sentimos como una realidad que es imaginación. Así se construye la vida de esos años. Con historias interpuestas que sentimos vívidas.
No, recordamos nada de ese momento. Un día, acaso sin darnos cuenta, como un juego y empujados por el ansia que provoca la curiosidad, cualquier curiosidad, aprendemos a leer. Pregunto y pregunto y nadie se acuerda de ese momento preciso en que... Alicia empezaba a cansarse de estar sentada junto a su hermana a la orilla del río…
Hago un esfuerzo, pero sólo a través de mamá construyo lo que no recuerdo. Sí hay, propias, otras imágenes difusas de jardines de infancia. Pero no esa.
Revivimos, gracias a los hijos, lo que debió ser ese momento. Un proceso lento, confuso y mágico. Seguro que fue alguna pregunta de esas que pasan desapercibidas y que reciben una respuesta automática la que activó el mecanismo clave para tratar de ordenar esos símbolos que todos entendían y nosotros no. Ordenar no sé qué. Algo. En la cabeza. La pista necesaria para despegar, para que un día las letras dejaran de ser unos dibujos extraños para transformarse y cobrar sentido, una nueva vida en nuestra cabeza.
Sin saberlo desarrollamos un superpoder; el superpoder de descifrar enigmas que hasta ayer se escabullían. Vamos por la calle y repetimos: pe-lu-que-rí-a, dice peluquería, mamá; ca-fe-te-rí-a, dice cafetería, papá, a que dice cafetería; li-bre-rí-a, a que…

'Quédate conmigo', de Elizabeth Strout.
Pasó hace un par de meses. En el tren leía Quédate conmigo, de Elizabeth Strout (Maine, Estados Unidos). Cirujana del alma. Ahí, enganchado a un pasaje casi nimio de la novela, empecé a pensar en todo este embrollo. Cuándo empezamos a leer y porqué no nos acordamos.
El reverendo Tyler Caskey no recuerda cuándo aprendió a leer. Su hija Katherine tiene cinco años y no entiende las letras. O no quiere. Tyler Caskey le pregunta a Connie Hatch, la mujer que limpia su casa, si ella recuerda cuándo aprendió a leer. Y Connie tampoco lo sabe. Y se le ocurre que en la tienda venden unos cereales con forma de letras y que tal vez así la niña…
Otro día aprendemos a escribir. Entonces sí, pienso, intuímos al menos cómo lo hicimos; el esfuerzo de dar forma a los garabatos hasta que se convierten en una pe, o en una eme, que junto a la a suena ma y dos veces, ¡era esto!, mamá. Nos confunden la be y la uve y no entendemos que una letra sea muda.
En casa hay libros garabateados por los niños. En hojas perdidas de alguna novela encuentro a veces el rastro de un superpoder en ciernes. Un nombre a medias o unos trazos que en su día, es lo que me gusta imaginar, fueron palabras enteras en esas cabecitas que hoy están llenas de un mobiliario hermoso con el que recibir la vida.
En la última página de una edición mediocre de Alicia a través del espejo hay líneas de colores pintadas con lápices. Pienso que son estragos provocados por O. Quizá por C. Acaso por la C. más pequeña de todas. Y sonrío porque ahora entiendo esos garabatos que antes me enfadaban.
Son un mensaje.
Lo he descifrado.
Yo también las quiero.