Hay mundos en los que hoy es verano. Un verano tibio y de lluvia. Donde se toma vino a la tardecita y se habla en jardines floridos a las siete de la tarde. Hay mundos donde el colibrí cursa visitas de aleteos rápidos y colores irisados, saluda y liba de una flor abierta en un acto de amor frenético y silencioso. Hay esos mundos, hoy. Ahora. Mundos desde donde ver de lejos, con esa perspectiva que da la distancia y el tiempo diferente y que nunca encontramos porque siempre hay una excusa para no querer, para no afrontar, para dejar pasar el tiempo, que nunca vuelve.
Caminos de tierra, campos heridos por el calor y sedientos de tanto tiempo sin agua. Silencios tan prolongados que de golpe suenan y traen una música diferente de la vida y crean espacios en los que se agolpan preguntas. Las preguntas asustan porque cuando salen de nosotros para nosotros son preguntas sin filtro, duras, directas y secas.
Hay mundos donde el teléfono no suena, donde los mensajes no llegan y donde la vida es vida porque nada la interrumpe, más que una conversación sobre el nombre de un pájaro de cabecita roja o el hombre de la esquina que de tanto apilar olvidos en la puerta de su casa humilde y escasa se ha convertido en un artista. Recoge botellas, o piezas de carro oxidadas o un casco de obrero que ya no se usa o un cartel viejo o una muñeca sin ojos y un cochecito de plástico que un día, no sé cuándo, tuvo un niño encima, y todo lo ordena y a veces tiene sentido y a veces no. Una oda al surrealismo donde ayer es ahora. I was here now escrito a carbón en una madera Y él se ha convertido en un artista que si anduviera por otros pagos lo mismo era rico de dinero y hoy es rico de tiempo.

El surrealismo de un artista callejero que... dice la verdad.
Es así. Hay mundos donde sopla un viento templado al amanecer, donde se escuchan los diálogos de los animales que hablan más tranquilos, pausados y ordenados que las personas; donde el desconocido saluda al desconocido con una sonrisa noble, donde en el almacén de la esquina aún hay una cuenta que se paga al final del final y la vida tiene la importancia que tiene y no tiene más. Nosotros tenemos la importancia que tenemos y no tenemos más. Y es poca. Menos que la lluvia. El drama es que, en el universo de excusas con las que llenamos los rechazos a vivir y dejamos pasar lo que nunca vuelve, creemos que sí la tenemos. La importancia.
No, no es una cuestión de vacaciones o de descansar o de sumergir los pies en el agua del mar una semana o un mes o toda la vida. Porque eso se hace en los agostos frenéticos de los que todos vuelven cansados, tensos e intensos. Se trata del silencio que permite cultivar el jardín interior que tenemos mustio, cuando no en barbecho.
Eso se puede hacer en enero, en mayo, en agosto, en noviembre. Pero no queremos porque hoy tal cosa y mañana tal otra. Y así, ya está mil veces escrito, pasa un tiempo que está tasado y que no tenemos.
El pico del colibrí que se sumerge en esa flor abierta es más arrebatador que todo eso que en el tren, el Metro, la calle o en casa, rodeados de gente a la que tenemos pero que perdemos, vemos a través de una pantalla que cada día detesto más.
Llega un cielo negro y caen gotas y las conversaciones de los animales de van terminando hasta luego, nos vemos cuando salga el sol y pase la lluvia. Y la lluvia es intensa, y crece el arroyo y, en lugar de ver la vida de los otros, cuando cae la última gota el reloj dice que has estado ahí, con los ojos puestos en el aguacero y el oído lleno de música, dos horas y media.
Bendita lluvia.