En casa tengo enmarcadas unas fotos en blanco y negro a las que el paso del tiempo ha manchado de óxido. Fotos de hace más de medio siglo que hizo mi madre con su Nikkormat. La cámara está por algún lado. Funciona. Sólo el disparador automático se engancha. Hay fotos muy buenas, porque mamá hacía muy buenas fotos. En blanco y negro, como era entonces.
En una de las fotos, casi puro negro, un hombre que no sabemos quién es lee un periódico en un banco del Zoo de Buenos Aires. A veces pienso que es mi abuelo, el padre de mi madre. Pero sé que no. Lo pienso porque así lo tengo cerca al Negro Paradiso. Así lo llamaban por su piel tostada. Alto, flaco, trajeado. El Negro Paradiso. Cocinaba el mejor tuco del mundo, preparaba los mejores sándwiches de jamón y repartía los mejores besos. Era sordo, dicen, pero siempre oía lo que había que oír. Era, en realidad, un sordo en defensa propia.
En otra foto hay una pareja en una estación de tren. El suelo acumula hojas y ellos llevan abrigo. Es otoño o invierno. Me gusta esa foto, porque me gustan las estaciones de tren. Y no sé quién es esa pareja, pero a veces pienso que viven un reencuentro y a veces pienso que se dicen adiós. Y a veces pienso que es ella la que se va para no volver y él espera un tren que nunca llega. La estación es pequeña y tiene una techumbre de madera. Inglesa, parece. Quizá el que se va es él. Debo pensar más en esa pareja.
En otra hay una niña con un globo delante de un escaparate con fotos de modelos. Entonces pienso que la niña quiere crecer y ser esas fotos, esas mujeres que ya no llevan globos, porque cuando uno lleva un globo en la mano es porque aún sueña con cosas que van a pasar dentro de un tiempo. Cuando ya no tenemos un globo en la mano lo que soñamos o ya pasó o ya no pasará. Por eso sonreímos cuando vemos a un niño con un globo. Porque sabemos que sueña.
Durante años esas fotos estuvieron en una caja de cartón. Aún hay muchas que siguen ahí y no logro rescatar. Son fotos que mi madre hizo cuando fue fotógrafa, cuando salía con sus amigos del foto club a captar la vida. Entonces ella construía de principio a fin: pensaba, buscaba, enfocaba, disparaba y revelaba. Los carretes sumergidos en un tanque especial, en una habitación con una luz roja. El negativo colgado con un broche a una cuerda. La selección de la foto adecuada y las copias en papel. Me enseñó a manejar todo aquello. Los líquidos, los tiempos, la ampliadora, los papeles mates y brillos y me divertía hacerlo.

El hombre que lee el periódico en un banco del Zoo.
Detrás de las fotos que mandé enmarcar hay alguna anotación: primer premio de fotografía… accésit… medalla de oro de… Son buenas esas fotos. Lo sé porque las miro y me dicen cosas. Las miro y adivino ese momento en que mi madre apretó el disparador y capturó a ese señor que lee, a esa pareja en la estación o a esa niña con los globos. Ahora las tengo yo porque mamá algún día las metió en una caja, que es donde uno empieza a meter la vida cuando ya no tiene espacio.
Mi abuela, la madre de mi madre, la esposa del Negro Paradiso, andaba siempre en la calle. Siempre con algo que hacer. Decía la abuela “una casa es una caja y me voy a pasar muchos años dentro de una caja, así que hay que salir de la casa”. Una forma de decir que hay que vivir, que ya tendremos tiempo de no estar. Una forma, al fin, de justificar que a los ochenta y muchos siguiera subiéndose a un tren para ir a ver exposiciones, por ejemplo, pese a que el Negro Paradiso le frunciera el ceño porque la quería tanto y tanto que le preocupaba que le pasara algo. Por eso un día abrí la caja y saqué a pasear las fotos. Porque no era hora de guardarlas.
Hace un par de semanas mi madre descolgó de la pared de su salón unos cuadros que no valen nada pero que a mí me gustan mucho. Me los ha dado. Eran de mi abuela. De uno de sus amigos pintores. Los tengo al lado de las fotos en blanco y negro. Son fotos con calma. Fotos que tienen historia, cualquier historia; la que uno les quiera prender en sus claroscuros. Fotos que no son la vida de hoy, que corre y vuela y no oye, como mi abuelo sordo. Cuando cada día vuelvo a mí caja, me abrazan los cuadros y las fotos. Las fotos de mamá.