Anda Madrid de primavera y tirantes, de sol y frescor, de olés en Las Ventas y viejos libros en Recoletos. Anda Madrid de campaña electoral, donde lo mismo cacarea una desnutrida intelectual que te arrincona a gritos un macarra de ceñido pantalón. Anda Madrid fanático, cansino. Desde el balcón, bajo un cielo lleno de nubes de oveja, se prolonga una alfombra de tejados descalabrados. Cuando se abre la ventana sólo se oyen estridencias.
Escribió Eduardo Galeano en El fútbol a sol y sombra un tratado sobre la condición humana a través de una pelota de cuero. “El fanático es el hincha del manicomio”, comienza uno de sus relatos. “La manía de negar la evidencia ha terminado por echar a pique la razón y a cuanta cosa se le parezca”, sigue.
Y así, esquivos a la evidencia, caminamos hacia las urnas. Nada es importante, sólo el equipo. El mío, mi camiseta. Haga trampas o patee al contrario, mi equipo es mi equipo.
“La sola existencia del hincha del otro club constituye una provocación inadmisible. El Bien no es violento, pero el Mal lo obliga. El enemigo, siempre culpable, merece que le retuerzan el pescuezo”, dice Galeano en frase que hay que leer a cámara lenta.
Así anda Madrid, donde da igual lo que se diga o se escriba, que siempre es no. A todo no. Y dirán que todo el país es lo mismo y que todos los países son lo mismo. No lo dudo. Acaso el fanatismo que se destila por estos pagos, sin embargo, es tan peligroso como novísimo.
En Madrid no hay elecciones, sino el ansia perpetua de enterrar al otro. Desde hace ya unos años. Y ya saben qué años.
Más de Galeano: “El fanático no puede distraerse, porque el enemigo acecha por todas partes. También está dentro del espectador callado, que en cualquier momento puede llegar a opinar que el rival está jugando correctamente, y entonces tendrá su merecido”.
Relean la frase, precisa descripción del odio, del regate a la razón.

El fútbol a sol y sombra, de Eduardo Galeano, que incluye su relato 'Fanáticos'
Hace 20 años, Joaquín Leguina y Alberto Ruiz-Gallardón se sentaron ante una mesa larga, de madera, en el salón Cánovas de la Puerta del Sol, sede del Gobierno de Madrid. Hablaron largo. Discreparon y alabaron al contrario y pusieron en valor los éxitos del otro. Esa conversación se publicó en el suplemento M2 de El Mundo con un título simple: “Cosas de presidentes”. Se fueron caminando juntos. Tenían ambos lo suyo. Lo tienen hoy, seguro. En cualquier caso, algo lejano a la visceralidad que supuran hoy algunos personajes que rigen -o creen que rigen- nuestro destino.
Entonces en la calle no había hinchas fanáticos dispuestos a retorcer el pescuezo al enemigo. En un momento que no sé ubicar todo cambió y se llenó el aire de rebuznos: ¡Comunista! ¡Facha! ¡Bolivariano! ¡Franquista! Es tal el ruido que muchas verdades ya parecen mentiras. Que lo importante no importa.
En aquel momento que no sé cuándo, nuevos actores introdujeron en nuestra vida un veneno para el que parece que no hay antídoto; en el que personajes de cuarta división salieron a escena y se hicieron con el control de lo importante. Personajes que jamás tendrían ese poder fuera de donde están. Aunque lo que tienen es el poder de comprar, no autoridad. Menos aún, respeto.
Siento desde hace ya algunos años que estos tiempos se asemejan a los vividos un siglo atrás en Europa. Demasiado orgullo. Demasiado fanatismo. Demasiado me da igual. Demasiadas ganas de borrar al otro del mapa. Gatillo fácil. Crisis y anestesia general. Demasiado rencor.
Hay, porque los hay, quien puede resolver esto. Quizá no los quieran en donde se cuecen nuestras vidas. Pero existen. Pienso en un tal Madina, en un tal Sémper. En otros que fueron y seguro que no quieren volver a ser.
Hay, quiero pensar, opciones. O no. Estamos derrotados, entonces.