Una noche, bajo los cielos de Abisinia, un pastor de cabras y camellos observó a sus animales alegres e inquietos. Intrigado, los observó merodear en torno a una planta silvestre de hojas verdes y frutos rojizos: el café Los animales no conciliaron el sueño y el pastor, insomne también, regresó a su aldea contó lo sucedido a un sacerdote de la zona. Mucho tiempo después, un religioso maronita plasmó la historia en un libro publicado en Roma en 1671.
El cuento es hermoso, pero se aproxima más a lo fantástico que a lo real. Es cierto, sí, que el café pasó de Etiopía -quizá de la región de Kaffa, de ahí su nombre- a Arabia. En árabe clásico se llama qahwah, leo. Desde allí viajó a Egipto, donde los comerciantes venecianos y marselleses conocieron el producto. Desde allí lo introdujeron en Europa. Sus cargamentos partían desde Moca (Yemen), hacían escala en Alejandría y cruzaban el Mediterráneo hasta los puertos europeos.
En el siglo XVII el café era ya común en las cortes del continente. No sin cierta alarma, pues a no pocos les parecía que sus efectos sobre las personas eran obra del demonio. En peligro las cosechas africanas por el incremento de la demanda, holandeses, ingleses y franceses buscaron tierras más lejanas donde cultivar este tesoro al que llamamos café porque los turcos lo nombraron kahve y los italianos caffe.

Las especias, de Jack Turner.
Hubo un tiempo en que el mundo se movía alrededor del clavo, la canela, la pimienta, la nuez moscada y otras especias. Jack Turner publicó en 2018 un libro exquisito que transita sobre este universo: Las especias. Historia de una tentación. Hubo épocas en el que el precio del café marcaba el devenir de los mercados bursátiles. No sé si hoy pasa.
Su aroma es mágico. Casi lisérgico. Provoca a la vez placidez y alegría; sosiego, seguridad y, sí, frenesí.
Asocio el café a personas que amo.
Papá tomaba café. Café solo y con azúcar. A la mañana, al mediodía, a la noche. Era abstemio -tomaba una cerveza por no quedar mal y con cierta cara de asco- y reemplazaba el alcohol por café. Bebía tanto como cigarrillos se fumaba. Lo liquidó un cáncer de pulmón en el que, decía, desde los 12 años había invertido mucho dinero.
Conozco a una mujer única que tiene la habilidad de nacer de nuevo cada día gracias al café. Por la noche muere y sólo revive cuando huele y bebe café. Hasta entonces gira sobre su eje sin saber dónde se encuentra. El café le devuelve -poco a poco, porque sólo recupera su ser cuando va por la segunda taza- el sentido de la orientación, el habla y la sonrisa más hermosa que se ha pintado sobre la Tierra.
Cada día me despierto cuando la hora transita por las siete de la mañana. Me levanto, camino hacia la cocina y preparo café. Lleno una taza. Café con leche sin azúcar muy caliente. Son los primeros minutos del día, cuando uno se imagina la vida a estrenar. No es así, pero uno cree que sí.
Leí hace mucho tiempo la leyenda de ese pastor de Abisinia y sus cabras y camellos locos. Hoy, 7 de abril, preparé el café como cada día.
Muy caliente.
Me senté en el sillón.
Y recordé.