El Tribunal Constitucional se ha tomado trece años para dictar sentencia en el recurso de inconstitucionalidad contra la ley del aborto de 2010. Demasiado tiempo, sobre todo si se considera que a su amparo se han practicado unos noventa mil abortos anualmente. Como lo de interrupción voluntaria del embarazo es muy largo, aquí se habla de aborto o aborto voluntario, que es más breve y se entiende mejor. Además, el embarazo no se interrumpe, pues los efectos del aborto son definitivos en cuanto se mata para siempre a un ser vivo. Pues bien, aunque cuando escribo estas líneas aún no conozco el tenor literal de la sentencia, sí se nos ha informado de su fallo y su motivación, lo que, unido a la publicación de los votos particulares en contra, nos permite pergeñar los tres siguientes apuntes.
El primero, ya adelantado en otras columnas de ayer, anteayer y aún mucho más atrás, es el recuerdo de que la justicia tardía no es justicia, ni en la jurisdicción ordinaria ni en la constitucional, que debería dar ejemplo. Si se hubiera estimado el recurso nadie habría devuelto la vida a centenares de fetos humanos, o sea, de vidas humanas. Alguno de aquellos fetos serían hoy niños en edad escolar. Al margen del sentido de la sentencia, a mi este retraso me parece una desconsideración a la vida humana y me produce cierta vergüenza.
El segundo comentario es de índole política por cuanto se refiere a las falsas promesas y a los estúpidos pretextos para no cumplirlas. El PP, que recurrió aquella ley, pudo después impulsar otra, volviendo a la situación anterior, pero no lo hizo pese a haber tenido holgadas mayorías en ambas Cámaras. Ni lo intentó siquiera, aduciendo que había que esperar a la sentencia del Tribunal Constitucional, siendo así que nadie había puesto en duda la constitucionalidad de la legislación anterior a 2010.
Y el tercer apunte es que, como censuran los votos particulares, podrá declararse la inconstitucionalidad de la ley impugnada, pero no es correcto proclamar a su amparo un nuevo derecho que podría ampliarse, a gusto del legislador, hacia el momento mismo del nacimiento. El límite actual de las catorce semanas de gestación es tan convencional como el de diez o veinte. Dependería del riesgo para la madre en relación con los avances de la medicina. El feto no pierde la vida por un conflicto de derechos, como sucede en el sistema de indicaciones (la violación, por ejemplo), sino que frente a la voluntad de la madre no tiene ninguno.
Hay problemas de difícil solución y éste es uno de ellos, pero una cosa es no criminalizar el aborto, en determinadas circunstancias, conforme a la voluntad de la ciudadanía o de sus representantes en las Cortes Generales y otra, muy distinta, equiparar al feto humano con una verruga. La lectura de la reciente ley protectora de los animales contribuye también, comparativamente, al temor de que estemos banalizando algo tan grave como la vida humana del nasciturus.