Será por la inmediatez de la comunicación actual, o por la dificultad de colocar una idea compleja en un espacio saturado de banalidades y de demagogia o, tal vez sea simplemente, que pertenezco a la denostada vieja escuela y ya no entiendo unos mensajes que se pretenden políticos y sólo siembran desánimo en el electorado y barro por todas partes.
Pertenezco a la generación que aprendió política de los dirigentes de la transición y que vio cumplido el sueño de una España incorporada al proyecto de la Europa unida. La construcción de un país moderno, la transformación de las estructuras arcaicas del franquismo en instituciones sólidas y democráticas y la conquista de derechos políticos, civiles y económicos marcaron mi mayoría de edad. Seguramente también forjaron los cimientos de mi cultura política los largos debates en las asambleas de la facultad y de la organización juvenil a la que pertenecía. Las conversaciones (muchas veces acaloradas discusiones) con los mayores en las agrupaciones del Partido - y en todas partes - nos formaron en el casi desaparecido oficio de la retórica y la argumentación. La palabra era lo más importante, la palabra era el compromiso, había que cuidarla porque constituía nuestro principal patrimonio. ¡Pobre de aquel que traicionara su palabra! Así lo aprendí.
La política democrática, tal y como yo la entiendo, debe ser capaz de convocar a mucha gente; cuanta más gente mejor. Se trata de comprender, por haberlos estudiado y conocido, los problemas y anhelos de la mayoría social y proponer un camino compartido para avanzar en bienestar, en justicia y en progreso. Para lograrlo los políticos tienen la palabra; la que propone, denuncia, defiende, proyecta, anuncia, afirma, promete y compromete, refuta y recoge las voces de aquellos a quienes quiere dar voz y representar.
Por eso importan las palabras, porque si no importaran tampoco valdrían para nada los compromisos y los proyectos y la gente se perdería en un mar de contradicciones y falsedades, lleno de trucos y eslóganes que acaban escondiendo la verdad. Si no vale la palabra, la política se convierte en ruido y sólo se escucha al que más grita.
Algo así está pasando en el debate político en España.
En mi etapa de formación política existía la idea de que aquellos que iban a representar a la ciudadanía, e incluso los simples militantes de base de un partido como el PSOE, debían ser buenas personas. Había un cierto aire de escuela de moralidad, en aquellos años de militancia. Ser un buen socialista era algo más que conocer el proyecto del PSOE y participar en su difusión. La solidaridad, el compañerismo, la honradez, el sacrificio por los demás, la coherencia y el valor de la palabra dada formaban parte de nuestro ideario. Todo ello suena ahora superfluo, incluso ridículo, pero no lo es. La política democrática debe tener un valor ejemplarizante precisamente por estar al servicio de los ciudadanos.
En los últimos días hemos asistido a uno de esos espectáculos deleznables, con el que algunas veces nos avergüenzan nuestros políticos, a cuenta de la intolerable decisión de Bildu de llevar en sus listas municipales a ex etarras convictos de delitos de sangre. Esta vez la provocación de los abertzales ha ido demasiado lejos y se han visto obligados a corregir tras la alarma social creada. Otegi tuvo que declarar que los candidatos con delitos de sangre a sus espaldas no tomarán posesión de sus actas.
Al despropósito inicial de los de Bildu se sumaron los dirigentes nacionales de Podemos que al grito de: “todo está amparado por la ley” han quedado en evidencia con la marcha atrás anunciada por el propio Otegi.
Por si todo este espectáculo no fuera suficientemente triste, llegó el PP de Ayuso para acabar de empeorarlo. La Presidenta de la Comunidad de Madrid se desplazó a Bilbao para, desde un atril, afirmar que ETA no se ha rendido; que “sigue viva y vive de nuestro dinero”. No caben palabras más desprovistas de verdad y de sentido. No cabe mayor desprecio a todos los que han luchado, durante décadas, para acabar con la banda criminal; son palabras dichas con el único objetivo de hacer daño y que, además, buscan engañar al auditorio. La pregunta es si Ayuso recibirá algún castigo por semejante afirmación y, desgraciadamente, creo que la respuesta es no. Hemos llegado a tal grado de polarización y las palabras han perdido tanto sentido que la mentira más grande es inocua para el político que la dice.
Cuando quien está pidiendo el voto utiliza palabras gruesas, que traducen falsedades, se pervierte completamente el principio democrático de la representación porque se está engañando al representado y, por lo tanto, el pacto es inválido.
La crispación aleja a los ciudadanos de la política porque España es, sobre todo, una sociedad tranquila y apacible.
Los electores sólo tienen la palabra de los candidatos para tratar de discernir cuál es la propuesta que mejor les representa y para que esa representación tenga valor, la palabra también ha de tenerlo.
La realidad polarizada en la que estamos instalados y una comunicación política aliada de la posverdad no va a traernos nada bueno y, aunque no tengo la solución a semejante deriva, me sentiría mal si no les avisara.