¿Qué se ha hecho mal en estos 30 años de Transición para que estemos como estamos, con la incapacidad y la insidia de unos y la insolvencia medrosa de otros? Ha sido el inmediato pasado, tiempo en que se pudo completar una obra maestra de ingeniería histórica; pero en el que, al cabo, se llega al trance en que todo amenaza con irse al garete. Por el sumidero de la crisis económica comienza a olerse el arranque de la crisis social, y por si algo faltara al desgobierno, ha roto aguas el embarazo institucional engendrado por la insensatez zapaterista de horadar el fragilísimo casco de la estabilidad constitucional de 1978, mantenida entre los algodones del un consenso político de muchos años. Apaño suplidor de aquello que la letra escrita no alcanzó a establecer cuando fue proclamada.
Se trataba de salir a cualquier precio del problema nacido del naufragio nacional en la guerra civil. Algo hipotéticamente amortizado con el paréntesis de la política formal impuesto por Franco. Establecida a su muerte la reforma política frente a la idea de la ruptura, se desembocó, a la hora de pactar la Constitución, en lo que podría llamarse el consenso inverso. Acordose que no se estaba de acuerdo. De ahí en adelante, cuanto se hiciera, por poco que fuese, merecería ser celebrado. Y así se celebró la Carta Magna. La semilla del acuerdo mínimo podría crecer como el grano de mostaza del Evangelio. Todo sería cuestión de mantener y ensanchar aquella moral de proximidad que prevaleció en el tramo constituyente del cambio político.
Tanto ensanchó y se robusteció tal proximidad cooperadora, remedio de la insuficiencia de la Constitución –puntualizada exhaustivamente por el Consejo de Estado en el dictamen que al cabo se le recabó-, que llegó el momento en que pareció olvidarse el hecho de que la Constitución, como el rey del cuento, estaba desnuda: Con las vergüenzas de sus carencias al aire. El consenso suplió las carencias regulatorias, los escollos semánticos (las “nacionalidades” en el contexto de un Estado Autonómico), de la letra constitucional. El entendimiento de los dos grandes partidos nacionales, el PSOE y el PP, como los dos grandes pilares de la Transición, sostuvo el puente en que ésta consistía, frente a los embates tercos de los nacionalismos. Hasta 2004, Izquierda y Derecha concertaron el modelo de sociedad, y contuvieron los acosos del nacionalismo catalán y vasco contra la crítica estabilidad del modelo territorial, derivada de la intrusión contradictoria del término “nacionalidades” en el texto de la Carta Magna.
Los errores (?) estratégico-catastróficos de José Luís Rodríguez Zapatero se producen en cascada a partir de su denuncia implícita y explícita del consenso entre el PSOE y el PP sobre el modelo territorial, puesto que la quiebra del consenso social sobreviene por su propio pacto con las izquierdas marginales, su apertura al nacionalismo más radical y su intento de pacto con los etarras luego de que previamente denunciara el opuesto pacto antiterrorista. Aberración sistémica parlamentariamente endosada por sus nuevos aliados.
Desde tales nuevos y desgraciados presupuestos, las cosas no podían llegar a otro punto que este en el que nos encontramos. Nuevo rechazo del Tribunal Constitucional al embolado estatutario de Cataluña, engendrado en una cópula política practicada de espaldas a la Constitución -que pese a sus carencias existe– y merecedor del único supuesto de aborto en el que tendría sentido la norma -probablemente inconstitucional también– salido del caletre de este presidente del Consejo y de su inefable ministra de Igualdad. Pero como quiera que subsisten las condiciones instrumentales y los agentes políticos de ese engendramiento, especialmente con la sacramentada estructura confederal del presente PSOE, al actual presidente de la Generalidad no se le ocurre otra cosa que demandar la entera remoción de los componentes del Tribunal Constitucional, para ver si en los cambalaches subsiguientes, y con independencia del espíritu de la ley y del propio tenor literal de la Carta Magna, se compone una punta de delegados de este régimen en que se ha convertido el Gobierno; delegados o mandatarios que sustituyan a los magistrados, juristas de prestigio reconocido y atenidos al principio constitucional y democrático de su independencia.
Por eso, la pata de banco del nacionalista de ocasión (que preserva la instrucción de sus hijos de la política educativa que impone la Generalidad) merece ser considerada el último aguacero de esta alborotada primavera, en la que la escandalera pro Garzón oficia de barrera y de pantalla al dinamitador de todos los puentes.
Veremos qué inundaciones u otros estragos nos trae el amontillado chaparrón estatutario que nos ha entrado por Cataluña.