Con todo el aparato mediático que es de rigor, el presidente Obama ha instado al mundo de Wall Street a que apoye la reforma del sistema financiero para eliminar las condiciones que hicieron posible el crac financiero de 2008. Ha sido una petición doble: que dejen de resistirse a ella y que cooperen a establecerla. La batalla, planteada como está ,a cara de perro, apunta a superar en su crudeza la previamente habida con la reforma del sistema sanitario. No son sólo las cuestiones de principio en todo lo que se refiere a la sacrosanta libertad económica del sistema norteamericano, el asunto, por ejemplo, de si las irresponsabilidades de varios de los gigantes de las finanzas son causa suficiente para entrar en una reforma que, a poco que se vayan el bisturí o el escalpelo, puede derivar en el cambio sistémico.
Son también de tener encuenta las condiciones de contexto estrictamente político en las que aparece, de una parte, el endurecimiento progresivo de la oposición republicana, y de otra, como certificado de las limitaciones de maniobra presidenciales, la caída permanente de la aceptación de Obama en las encuestas de opinión. Se trata en esto de un añadido demoscópico de falta de legitimación o de factibilidad política para emprender un proyecto de tan duro y difícil encaje en el decálogo del sistema liberal estadounidense.
Algo habrá, pensaron muchos, que pueda hacerse para evitar los desvergonzados comportamientos bancarios con toda aquella marejada de las “subprime”, propiciada por la gravitación de una política monetaria que llevó a la trivialización patológica del precio del dinero desde el timón de la política de Alan Greespan, tras la salida de Paul Wolcker de las responsabilidades de la Reserva Federal. La causa de todo esto no tiene su origen en los mandatos republicanos de George W.Bush, sino de los tiempos demócratas en la Casa Blanca con Bill Clinton.
Aunque el problema, por tanto, no es cuestión de diferentes políticas monetarias por parte de los dos últimos presidentes, aparece ahora enconado por el nivel de tensión política que se deja notar en el campo republicano, con un deslizamiento cierto de la derecha hacia un talante más hosco y menos cooperante. Al final, sin embargo, se llegará a cierto consenso – tal como el presidente Obama ha pedido en su discurso – porque es de aceptación común que no pueden aceptarse riesgos de mercado tales como los que llevaron a la catástrofe del 2008. Pero el precio que se haya de pagar ello, el cuanto de los recortes a la libertad del mercado mismo, será la materia del litigio, que es en mucho ideológico.
Si Clinton pudo decir aquello de que “es la economía”, otros podrán contestar ahora al huésped de la Casa que “es el sistema” la cuestión que se debate. En contraste con una óptica europea, abierta al pacto sobre los principios en estas materias de libertad económica, acaso por razones históricas de impregnación socialdemócrata y keynesiana, los actores de la política y de la economía norteamericanas, están mucho más cerca, por ejemplo, de la libre tenencia de armas que de la posesión eficientemente reglamentada de la posesión y uso de éstas.
Cada mundo tiene sus propios paradigmas, sus específicas referencias y códigos para valor el significado de las cosas. En el mundo norteamericano, especialmente, las de la libertad individual.