En Turquía, aún no debería ser tiempo de hablar de política y de corrupción o, al menos, no tendrían que ser los asuntos prioritarios. No mientras se sigan produciendo los rescates milagro que solo vienen a probar, una vez más, la increíble resistencia del ser humano y que la suerte (la buena) también hay que tenerla de nuestra parte cuando se nos aparece la peor de las malas. Resistir hasta 300 horas sepultado y vivir para contarlo reúne tantos factores aleatorios que aunque la noticia sea que una persona ha sido rescatada, detrás hay un cúmulo de casualidades o causalidades que, como poco, dan para pensar. La forma en que los escombros se “colocaron” para dejar un espacio compatible con la supervivencia es el primero de ellos, además de no haber resultado herido de gravedad y tener un acceso, aunque tan limitado que produce escalofríos pensarlo, a un mínimo de oxígeno y de líquido indispensable. En el terremoto del pasado 6 de febrero y su posterior replica, igual de brutal y mortífera, lo excepcional se convierte en milagro y no quiero seguir insistiendo en la también, si quieren, milagrosa suerte, de que para poder finalizar la ecuación haya que sumar que los desbordados equipos de rescate hayan llegado precisamente hasta esa persona, en medio de un inmenso mar de escombros sin horizonte que parece haberlo sepultado todo.
Sin embargo, el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, no tiene intención de acabar sepultado por la tragedia sísmica que supera incluso aquella otra, la de 1999 en Izmit, un sismo de magnitud 7.4 que sacudió el noroeste del país el 17 de agosto y que se llevó la vida de más de 17.000 personas dejando aproximadamente un millón de damnificados. Y hablamos de aquel terremoto en concreto, porque fue entonces cuando Erdogan alzó la voz para hablar precisamente de eso de lo que decíamos al principio que no era momento aún de hablar: de política y corrupción. A la cabeza de su partido, Justicia y Desarrollo (AKP), acusó desde el primer día a los Gobiernos anteriores de corrupción por haber seguido permitiendo e incluso propiciando construcciones que en un país como el suyo, tan geológicamente inestable, no deberían existir. El AKP arrasó en aquellas elecciones, la Tierra le había hecho la mejor de la campañas – disculpen el macabro sarcasmo – y, ahora, es imposible que no piense que él podría convertirse en carne de aquel mismo cañón. En realidad de un cañón mucho más potente, que se lleva la vida, según el último balance de víctimas facilitado por el gobierno, de más de 40.000 personas, deja 150.000 heridos y más de trece millones de damnificados. Y la friolera de casi 85.000 edificios desplomados frente a los 30.000 que él denunció tras el terremoto de Izmit.
Desde entonces la tierra turca ha seguido sacudiéndose con mayor o menor intensidad y se han instaurado nuevas normas para garantizar que en las zonas sísmicas se construyeran estructuras capaces de absorber el impacto de los terremotos. Pero, por desgracia, la aplicación sigue siendo poco rigurosa y persisten las malas prácticas de construcción, sumadas a problemas de materiales de mala calidad e insuficientes protocolos de inspección. Y en los últimos años, estas dificultades se vieron incrementadas por un auge de la construcción respaldado por el gobierno que ha transformado los perfiles de las ciudades con impresionantes proyectos residenciales realizados a toda prisa, sin el control de calidad necesario. Suele decirse que los terremotos matan a más gente en los países donde la corrupción es generalizada: leyes bien redactadas, pero saltadas a la torera hasta que truene Santa Bárbara.
Es cierto por otra parte que, según los expertos, un terremoto de la magnitud del ocurrido el pasado 6 de febrero en Siria y Turquía también causaría graves daños en un lugar poco sospechoso de jugar con las estrictas normas antisísmicas de edificación como California, pero estaríamos hablando sobre todo de daños materiales. Porque no es lo mismo el derrumbe de los armazones de madera que caracterizan la construcción en general en todo EEUU al del letal hormigón de edificios incomprensiblemente construidos cada vez con más plantas de altura. Han sido precisamente estos elegantes edificios de más de diez plantas, comercializados “de acuerdo con las normas y los sistemas de ingeniería más avanzados para resistir terremotos”, los que primero colapsaron. Igual que lo hicieron los hospitales, colegios, polideportivos, centros comerciales, autopistas, mezquitas, aeropuertos e incluso la oficina local de la Agencia de Emergencias y Desastres de Turquía, todos ellos levantados en el marco del moderno desarrollo urbanístico de los últimos 20 años del que Erdogan presumía.
Y sí, todas las nuevas construcciones están sujetas a una regulación muy exigente porque prácticamente todo el país está asentado en zonas sísmicamente muy activas, pero lo que ahora pocos quieren dejar de recordar a Erdogan es su ley de amnistía de 2018 que permitió a los constructores que habían incumplido los códigos de edificación del país legalizar las construcciones ilegales a cambio de pagar una multa. Una amnistía que llenó las arcas públicas, o no tan públicas, con 3.100 millones de dólares y dejó viviendo en el peligro de edificios que tendrían que haber sido demolidos antes de que se convirtieran en inmensos cementerios. Las redes sociales fueron las primeras en recordárselo y, por supuesto, Erdogan reaccionó desconectando Twitter en todo el país, aunque tuviera que autorizarlo de nuevo por su utilidad para los equipos de rescate. Sin embargo, que nadie dé por acabado al presidente. Su capacidad de reacción le precede. Por eso, tras el seísmo lo primero que hizo fue ordenar la detención de aquellos constructores, ingenieros, arquitectos y promotores - muchos de ellos cercanos al AKP - a los que había condonado a cambio de dinero. Se supo enseguida que muchos de los edificios derrumbados no cumplían con la normativa antisísmica, seguramente porque hubo sobornos de por medio, pero ni siquiera los detenidos que se apresuraron a ir al aeropuerto fueron más rápidos que Erdogan.
Este viejo zorro que a la vista de todos y sin oposición de ninguno (en el plano internacional), se ha convertido en un “líder” incuestionable o, mejor dicho, incuestionado, lleva 20 años en el poder y tiene la intención de presentarse a las elecciones del 14 de mayo para una nueva reelección. Tiene en contra la economía con una inflación del 50% y la creciente emigración de turcos en dirección a Europa y EEUU en busca de mejores oportunidades. Sin embargo, ya sabemos cómo las gasta el presidente turco. Nunca deja sin respuesta una posible afrenta por tímida que sea y es capaz de “servir” a unos y otros para que nadie, en la comunidad internacional, pueda prescindir de él. Una especie de comodín para Putin, la Unión Europea e incluso Estados Unidos, por no hablar de los países islámicos que le rodean. Verdadero tahúr de la política, ahora necesita tiempo y no dudará en utilizar la tragedia para recuperarse. La semana pasada se declaró el estado de emergencia en diez provincias del sureste con una duración de tres meses, casi hasta la víspera de las elecciones, y esto erradicará cualquier tipo de protesta pública. Algunos auguran incluso que el presidente estaría valorando aplazar las elecciones hasta que soplen (para él) vientos mejores.