No es el fútbol, no es el baloncesto, es el Real Madrid. Noventa y seis horas después de la eliminación del conjunto de Carlo Ancelotti a manos del Manchester City, el de Chus Mateo levantaba su undécima Copa de Europa de baloncesto ganando a Olimpiacos.
Y lo hizo, como ocurriera a lo largo de la décimo cuarta de fútbol conquistada la pasada temporada, deletreando la palabra remontada y cuando el favoritismo era de otros. Doblegó todo tipo de imponderables; echó mano de la épica, del milagro, incluso; convirtió en posible lo que parecía realmente inalcanzable; derribó historias escritas en piedra que se creían inamovibles y se sobrepuso a todo tipo de calamidades, imponiéndose a quienes a priori eran superiores. Y todo bajo el lema, escrito a fuego en las tripas de este club, de que el blanco no sólo no significa rendición sino más bien todo lo contrario.
Si el pasado año, en el Bernabéu y frente al City, la vida fue eterna en 89 segundos, este domingo, en Kaunas, lo ha sido a tres segundos del pitido final. Si entonces fue Rodrigo está vez ha sido Sergio Llull quien anotó su única canasta del partido –“es la canasta de mi vida”, ha dicho- para hacer campeón a un Real Madrid interminable.
Pero antes, el equipo de Mateo había hecho trizas la historia en cuartos superando un 2-0 en contra ante el Partizán de Belgrado de Obradovic y superando en semifinales al todopoderoso, y favorito en las apuestas, Barça de Mirotic y Jasikevicius. Cinco victorias seguidas, y siempre viniendo de atrás, remontando con una plantilla muy diezmada, para volver a escribir otra página más en la historia, en este caso, del baloncesto.
Suele ser habitual -se vio tras la derrota en Manchester- que cuando se lleva mucho tiempo escocido, reprimido y atenazado por el peso de realidades tan dolorosas como incontestables no se sepa actuar con la correspondiente cordura al abrirse la puerta de la jaula. Y también lo es que cuando se funden la falta de memoria y el Real Madrid los mediocres queden al descubierto.
Lo digo por la algarabía provocada por la derrota del conjunto blanco ante el City de Guardiola. Una inusitada resaca a caballo entre la alegría de un antimadridismo que, justo es reconocerlo, ha sufrido mucho durante los últimos años y andaba con ganas, y una ignorancia manifiesta pero sorprendente entre quienes se dedican ya a tratar de exterminar, bolígrafo en mano, a los protagonistas de la posiblemente mejor época de la historia futbolística blanca.
El Real Madrid perdió en Manchester y perdió con justicia. Fue superado en todos los frentes por el conjunto inglés, sin peros que valgan. Ganó el mejor y esta vez el mejor no fue el club blanco. El fútbol, las ganas de revancha por la humillación del pasado año, la necesidad de ganar la primera orejona para el equipo blue, la agresividad y la intensidad sobre el terreno de juego, la táctica, la estrategia… todo fue de Guardiola.
Honor para él que el pasado año fue víctima de uno de esos momentos mágicos y trágicos al mismo tiempo que para su desdicha ya forman parte, sin posibilidad de olvido, de su por otra parte brillante currículum.
El varapalo del pasado miércoles viene a demostrar que el conjunto de Florentino Pérez siempre te hace feliz, muy feliz. Mayoritariamente a los suyos -este domingo en Kaunas, por ejemplo, o la temporada pasada contra el Liverpool y antes contra el City en el Bernabéu- y también muy de vez en cuando -el miércoles sin ir más lejos- a aquellos que disfrutan y se solazan no tanto por las victorias propias como por las derrotas blancas.
Y es de justicia, todo hay que decirlo, que los sufridores habituales tengan sus cinco minutos de gloria -esta vez han sido noventa y seis horas- cuando se abre la jaula después de tanta dictadura blanca y antes de verse obligados, con toda seguridad, a volver otra vez a sobrevivir más pronto que tarde entre rejas. Es la ley de la pelota y la pelota -la de fútbol y también la de baloncesto- ya sabemos de quien es.
Porque la gloria del antimadridismo militante apenas da para poco más de esos cinco minutos, o noventa y seis horas, y como ya digo los últimos años han sido especialmente crueles para los sufridos militantes de esta cofradía. Como muy bien escribió Manuel Jabois en El País, “morir en la orilla es diferente cuando la playa ya la conoces de memoria”.
Y la playa, como la Historia del Fútbol, es del Real Madrid. Porque la Historia nos dice que ha ganado cinco Champions en los últimos nueve años y que ha disputado 13 semifinales desde el año 2000, y 11 en las últimas 12, para un total de 14 copas de Europa, si sumamos las ganadas cuando la televisión aún era en blanco y negro. Porque esta Historia viene de muy lejos.
Y en baloncesto, la misma arena. Sumando nuevamente el blanco y negro 11 campeonatos blancos -tres desde 2015- por ocho del CSKA de Moscú y seis de Maccabi de Tel Aviv y Panathinaikos de Atenas. Además, el conjunto blanco ha estado presente en las últimas siete ediciones de la Final Four.
El partido contra la fortaleza griega fue un continuo ejercicio de supervivencia, de fe inquebrantable, de no volver nunca la cara, de aceptar al reto a sabiendas de las numerosas y poderosas bajas con las que el Real Madrid afrontó esta Final Four. Faltaron centímetros, pero sobró coraje, espíritu de lucha, ganas de victoria y la sorprendente seguridad -al menos por parte de los jugadores- de que al final el triunfo iba a ser de ellos.
Poco más que añadir, salvo que el surrealista tiro de Llull al cielo de Kaunas, a tres segundos del final y superando el interminable brazo de Moustapha Fall, su defensor, ha vuelto a hacer feliz, infinitamente feliz, a muchos, y demostrado, por si todavía no estaba lo suficientemente claro, que la lógica, incluso la que parece más aplastante, se desvanece con cierta facilidad cuando el equipo que está sobre cualquier campo de juego es el Real Madrid.