El presidente francés ha demostrado muchas veces hasta qué punto sabe y puede soportar la presión, venga de donde venga. Y los graves disturbios que cada noche, ya van cinco, arrasan con inusitada e intolerable violencia edificios, coches, autobuses y comercios a pesar de un despliegue policial que ha ido aumentando en número y recursos con el paso de los días, parecía una difícil situación más a resistir. A la primera “chispa” - nada menos que la pérdida de la vida de un joven de 17 años -, Macron reaccionó todavía con los pies en la Tierra: “Nada justifica la muerte de un joven (...). Es inexplicable, imperdonable”. Pero lo que se antojaba una frase más de corrección política, provocó sin embargo un monumental cabreo en la policía. Harta tras meses de defender en primera línea de fuego las reformas de Macron, no estaba dispuesta a pasarle ni una al señor presidente de la República.
El sindicato Alliance Police le exigió de inmediato que se respetara la presunción de inocencia, mientras que la rival Unité SGP Police le acusó sin ambages de “intervenciones políticas que fomentan el odio contra la policía”. Se lo dejaron muy claro. Precisamente en un momento en el que vuelven a ser ellos, con independencia de las acusaciones de racismo institucional, quienes en cumplimiento de su deber salen cada noche a enfrentarse con los violentos y jugarse la vida. Están al servicio de la República, es cierto, y por lo tanto es su obligación pero, además, son el “instrumento” que Macron tiene para evitar la declaración del estado de emergencia que le exigen desde la oposición. Ahorrarse, mientras pueda, la imagen del ejército marchando por las calles para acabar con los salvajes atentados que anoche incluso atacaron la casa de un alcalde, estrellando contra la misma un coche en llamas mientras la familia permanecía en el interior.
Así que a Macron no le quedó más remedio que ponerse a hacer el pino. No se me ocurre otra forma de explicarlo y, por otra parte, es parte del “juego” de la política. Acababa de morder el polvo sobre el que, además de los dientes, se vio obligado a plantar las palmas de las manos y alzarse. Una suerte de “entre la espada y la pared” vertical, en lugar de horizontal. El aumento del vandalismo vino, por otra parte, a ponérselo más “fácil” para resistir en tan incómoda posición apoyando a la policía. Miles de detenidos, pero también de vehículos quemados y cientos de edificios destrozados, comercios saqueados y, no nos olvidemos, heridos. Entre ellos muchos agentes, manifestantes – por llamarlos de una forma suave -, viandantes e incluso dueños de tiendas que intentaban proteger su forma de vida. Toques de queda en determinados barrios, suspensión del transporte público, y más noches de protestas vandálicas que dejan imágenes incomprensibles fuera de una zona de declarado conflicto bélico.
Era inevitable para no caerse, por muy en buena forma que estuviera, que al pino tuviera que acompañarle alguna que otra pirueta. Así que, tras finalizar la reunión con el gabinete de crisis del pasado jueves, el presidente apuntó a “la responsabilidad de los padres” para acabar con el conflicto. No sé si a alguno de ustedes le sorprendió. A mí, mucho. Más, viniendo de un político de inteligencia más que de populismo. “Apelo al sentido de responsabilidad de las madres y los padres. La República no tiene vocación de sustituirlos (...) Es su responsabilidad mantenerlos en casa” declaró y solo se me ocurre justificar sus palabras con el hecho de que a fuerza de seguir boca abajo, la sangre bombeara ya con más fuerza en los pies que en el cerebro. ¿Alguien puede pensar que no son los padres de cada chico que sale de casa los primeros que han intentado disuadirle de hacerlo? ¿Qué no son ellos los que se quedan sin dormir esperando su regreso? ¿Qué no se separan de sus teléfonos temiendo que la siguiente noticia que tengan de él llegue de un hospital o una comisaría? ¿Qué incluso algunos habrán intentado decirles que ese no es el camino?
Además, detenerles ¿cómo? ¿Atándoles a la cama mientras duermen? ¿Echando el cerrojo de sus habitaciones? ¿Amenazando con dejarles sin la paga del fin de semana? ¿Con quitarles la videoconsola? Es cierto que algunos de los vándalos que estas noches queman, saquean y agreden con insoportable violencia solo tienen doce o trece años, pero hablamos de niños nacidos y criados en los tristemente famosos banlieues, los barrios de colmenas en la periferia de las ciudades donde la inseguridad es una realidad concreta. Niños que llevan desde los siete años buscándose la vida y, por desgracia, también muchos problemas. Queramos verlo o no, nada funciona igual extramuros, ni siquiera los niños. No se trata de justificar la violencia porque no hay justificación posible, pero “acusar” a los padres de permitir que sus hijos salgan de casa vestidos de negro dispuestos a llevarse por delante todo lo que encuentren a su paso no parece una “idea” propia de un alto mandatario refiriéndose a un colectivo de jóvenes que viven una realidad distinta a la de otros igual de franceses que ellos.
De eso se quejan precisamente. De ser franceses de segunda o tercera categoría. Y aunque repito que nada justifica lo que ocurre en las calles de París, Marsella o Lyon, Macron no puede hacer oídos sordos a Organizaciones como Amnistía Internacional, el Consejo de Europa o la mismísima ONU, cuya portavoz del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Ravina Shamdasani, aseguraba el pasado viernes: “Ahora es el momento de que el país aborde seriamente los problemas profundamente arraigados de racismo y discriminación racial entre las fuerzas del orden”. Las imágenes de guerra que dejan lo que empezó como protesta por la muerte de un adolescente - también hemos visto esas imágenes – y se ha convertido en una revuelta salvaje que aprovechan bandas organizadas de saqueadores y delincuentes profesionales delatan un problema recurrente y jamás abordado con la contundencia que el conjunto de la sociedad francesa requiere. Un todo que incluye o, al menos, debería incluir a los franceses cuyos abuelos o padres emigraron a Francia hace años e incluso décadas. De forma especial en los 60, cuando el auge de la economía tras años de posguerra necesitaba mano de obra procedente de antiguas colonias y cuyo destino – en teoría para terminar con las condiciones infrahumanas de las chabolas – acabó siendo alguno de los pisos de enormes edificios en el extrarradio.
Aparte de las acusaciones a las fuerzas de seguridad francesas de abuso policial en el manejo de manifestaciones masivas, como las de los “chalecos amarillos” o las más recientes protestas contra la reforma de las pensiones, la muerte de Nahel parece poner en evidencia que el problema va más allá. Un conflicto marcado por las políticas de inmigración del país galo, que ha desembocado en una generación que no reconoce sino que ataca los símbolos del país al que llegaron sus ascendientes. Problemas y conflictos culturales, de inmigración y entre grupos marginales que están arraigados en la sociedad de ese país desde hace años. Los políticos pasan, el problema persiste y aumenta.
De modo que Macron sigue, de momento, haciendo filigranas para evitar tomar medidas que puedan encender más el ambiente en estas barriadas al tiempo que apoya a la policía, resiste a la oposición y a la opinión pública, con el objetivo de salir lo menos tocado posible en su prestigio electoral. Y sin olvidar que la capital francesa acoge el Mundial de Rugby en otoño y los Juegos Olímpicos el verano que viene. Esta misma tarde de domingo ha convocado de nuevo a su gabinete de crisis y tras la reunión está previsto que se dirija a los franceses. Será el momento de ver si la sangre ya circula por donde debe, aunque tenga que continuar tirando de funambulismo.