Rajoy y los poderes del Estado

Le preguntaba Mariano Rajoy a José Luís Rodríguez Zapatero, con motivo de las presiones políticas que en los últimos días han sufrido los tribunales Constitucional y Supremo, si él cree en la separación de los poderes del Estado, o no. La pregunta parece bien sencilla de responder porque esa presunta separación de los poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) en España no existe, ni está concretamente delimitada. Y por ello nadie puede creer, ni siquiera Rajoy, en esa ficción. En España lo que si existe es separación de las “funciones” de los poderes del Estado pero no de los poderes en sí, y esa es la mayor carencia de la Constitución Española y el origen de no pocos problemas vividos a lo largo de la transición, y de los que en estos días nos ocupan.

Zapatero y Rajoy saben cómo el poder judicial emana, en gran proporción, de los poderes Legislativo y Ejecutivo en lo que se refiere a la composición de los órganos de gestión y de regulación de la Justicia, el Consejo General del Poder Judicial, o el Tribunal Constitucional. Órganos que incluyen sus cuotas de representación partidaria –y de asociaciones judiciales, fiscales, etcétera- que acaban teniendo incidencia en los nombramientos de los altos magistrados del Estado y que luego dan pie a las polémicas políticas como las que se ciernen sobre el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo. Las que están relacionadas con el hecho de que a este, o aquel, partido político no le ha gustado tal decisión del tribunal o de un juez. Por ejemplo no gustó en Cataluña la votación de seis contra cuatro del Constitucional que echaba por tierra una ponencia “bastante2 favorable al estatuto catalán, y entonces los políticos catalanes se acordaron de que habían caducado los mandatos de cuatro de los magistrados de esa Corte. No le gustó nada al gobierno de Zapatero la imputación de Garzón en el Supremo y aparecieron las críticas.

El poder Legislativo y el Ejecutivo –que viene a ser la misma cosa- tienen puesta en España una larga mano en el seno del poder Judicial. Un poder legislativo que debería representar la máxima expresión de la soberanía nacional, pero que lo hace de forma “delegada” una vez que los españoles solo votan siglas o listas cerradas de partidos –en España no elegimos de una manera directa a ningún gobernante del Estado-, y no de una manera directa a sus diputados o sus senadores, Con lo que al final la soberanía recae en el aparato del partido, y además impide –en contra de lo que dice la Constitución- a los parlamentarios electos hablar y votar libremente en la Cámara y al margen de cualquier “mandato imperativo”, lo que no ocurre nunca y está sometido a amenazas y pactos sobre el “transfugismo“. Basta ver las instrucciones que los jefes parlamentarios dan a los suyos antes de cada votación.

Además, el Parlamento no controla en absoluto al poder Ejecutivo como sería su primera obligación, sino es al revés. Es el Ejecutivo el que controla y utiliza el Parlamento a placer y lo tiene a sus órdenes en mayoría amplia o en coalición, con un estricto reglamento que impide cualquier autonomía o presunta rebelión, salvo la ruptura o rebelión de algún diputado y su pase al grupo mixto, lo que le excluye de listas electorales venideras. Lo que se ve, por ejemplo, en la Cámara de los Comunes cuando un diputado vota y habla en contra del líder de su gobierno o de su partido sin riesgo alguno es imposible en España.

Por no controlar, el Parlamento ni siquiera controla el nombramiento del jefe del gobierno, como se dice en la Constitución, porque esa función en realidad recae en el jefe del aparato del partido mayoritario que es, a fin de cuentas, la máxima autoridad en los tres poderes del Estado. Cabe alguna excepción y posibilidad de control al Ejecutivo con la moción de censura y ciertas votaciones especiales, en caso de que el líder del gobierno no tenga mayoría absoluta, pero esa es la excepción pero no la regla.

El régimen político español es en la práctica política de “acumulación” de poderes, en beneficio del partido que gana las elecciones –en de la mayoría o en coalición- y no de separación de poderes. Además esa acumulación crece por la influencia del gobierno en otros poderes, como los medios de la comunicación, la banca y las grandes empresas reguladas por el Estado. Y si clonamos el modelo estatal, como ocurre, a un territorio mucho más pequeño como el de las Comunidades Autónomas, entonces ocurre que la perversión del sistema es mucho mayor porque el Ejecutivo está encima de todos los poderes autonómicos, financieros –con las famosas Cajas- de los medios de comunicación y casi de los ciudadanos.

El régimen español es una partitocracia, hija menor de la Democracia. Y se merece una reforma para alcanzar el ideal de la separación de los poderes del Estado de los que habla Rajoy sin maldad, pero sin decir la verdad. Hay múltiples maneras de reconducir la situación. Por vía de la simple práctica política, por ejemplo, pero eso sería tanto como creer en que los políticos son arcángeles y que no caerán en la tentación de abusar de su posición. En todo caso algo habrá que hacer al respecto, y ya hemos dicho en este diario digital nuestra posición a favor de la elección directa por sufragio universal del presidente del Gobierno (y no por el Congreso), de las listas abiertas al Senado y Congreso de los diputados, con la reforma de la ley electoral aquí incluida, y la elección de los órganos gestores del Poder Judicial solamente por los cuerpos y asociaciones judiciales del Estado. De esa manera  habría separación de poderes y no cabría la acumulación. Ahora bien ¿Quién pone el cascabel al gato? Ese es otro cantar. Habría que empezar por reconocer la realidad que sin duda conocen Rajoy y Zapatero porque ambos dos han gobernando en este país. Aunque solo se acuerdan de Santa Bárbara cuando están en la oposición, y por lo que se ve sin mucha precisión.