Asombroso el panorama político y judicial español. El Constitucional fracasa en su quinta ponencia y da paso a una nueva ronda de debates “sine díe”; el Tribunal Supremo vive horas de zozobra tras sufrir las embestidas de los costaleros políticos y mediáticos del juez Garzón; y el Consejo General del Poder Judicial permanece asustado y de perfil ante las andanzas de este juez, que regresará por tercera vez, al banquillo del Supremo, esta vez acusado del doble delito de prevaricación y escuchas ilegales. El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, no tiene, por todo ello, motivos para la satisfacción aunque considere que el ruido le favorece porque oculta los graves problemas españoles del paro y la economía, y entretiene los medios de comunicación y a la oposición en asuntos paralelos que se suman al ruido del caso Gürtel, el que también campea por el Supremo y los tribunales superiores de Madrid y Valencia. No en vano en el deterioro del poder judicial español, que ha traspasado nuestras fronteras, el presidente Zapatero tiene, por activa y pasiva una directa responsabilidad. Y también porque todo apunta a que su apuesta favorable al Estatuto catalán y por la defensa de Garzón serán derrotadas, tarde o temprano, en ambos tribunales si las cosas siguen como van.
El Tribunal Constitucional ha vuelto a fracasar, después de tres años y ocho meses de debate, en su intento de aprobar la sentencia sobre el Estatuto de Cataluña que se pretendía bastante favorable a las tesis defendidas por el presidente Zapatero y por los partidos nacionalistas a favor del grueso del Estatuto, que se aprobó en el Parlamento catalán y en el Congreso de los Diputados, y en cuyo preámbulo se reconocía a Cataluña como nación en franca contradicción con el propio texto constitucional que declara solemnemente a España como la única nación del Estado español. Este punto crucial, y otras cuestiones de importancia relativas a la que se pretendía “bilateralidad” de la relación de Cataluña con el Estado, la ruptura de la unidad del territorio judicial español, la financiación, la defensa del idioma castellano, etcétera, están en el origen del desencuentro y del fracaso de la última intentona y votación para la aprobación del Estatuto, lo que ha obligado a la ponente, Elisa Pérez Varela, a dimitir de su función y a la presidenta, María Emilia Casas, a nombrar como nuevo ponente, al magistrado Guillermo Jiménez.
Como consecuencia de este fracaso, la mayoría de los observadores anuncian que ya no habrá una sentencia antes de las elecciones autonómicas catalanas del próximo otoño, con la excusa de que así el Constitucional no interferirá en el proceso electoral, lo que constituye la prueba del sometimiento y dependencia del poder judicial a los poderes ejecutivo y legislativo de los que depende. Y lo que anuncia nuevos retrasos porque si luego llegan o adelantan los comicios municipales y autonómicos, o los generales, entonces el Tribunal Constitucional nunca podría dictar sentencia. Algo así ya ocurrió con las sentencias del GAL y de Filesa del Supremo de los tiempos de Felipe González, para mayor oprobio de la pretendida independencia de la justicia española. Además faltan más de seis meses para las elecciones catalanas y todo está ya más que debatido, lo que hace falta es sólo votar y para eso hay tiempo de sobra.
¿Qué ha pasado en el Constitucional con la ponencia de Pérez Varela/Casas a todas luces pro nacionalista y pro PSOE? Pues sencillamente que una mayoría de magistrados no quieren pasar a la Historia de España como traidores a la nación española, provocando un vuelco general del modelo de Estado y de la nación unitaria hacia otro modelo federal o confederal que es lo que se proponía en el Estatuto –de Zapatero, Montilla y Más-, y se han cerrado en banda y no han aceptado los pactos envenenados que les proponían. Había mucho en juego para España y para ellos porque se trataba de producir un profundo cambio constitucional en el diseño del Estado a través de una simple ley orgánica relativa a un estatuto de autonomía, y burlando la soberanía nacional que, dado el alcance del Estatuto catalán debía de someterse al conjunto del pueblo español en referéndum nacional ante lo que a todas luces era un cambio sustancial de la Constitución Española de 1978.
Si a todo ello añadimos la tardanza del debate de casi cuatro años mientras el gobierno catalán está legislando e intentando consolidar como hechos consumados el Estatuto inconstitucional, la caducidad del mandato de varios magistrados de esta Corte, empezando por la presidenta, y las presiones políticas que se ciernen sobre el tribunal, veremos que el espectáculo no puede ser más desalentador, a sabiendas todos que en esta tragicomedia el autor de este libreto y su principal actor no es otro que el actual jefe del Gobierno. Y a sabiendas también que el líder de la oposición está lamentablemente callado como un muerto, por claros motivos electoralistas catalanes, y por pactar con Zapatero un presunto acuerdo para acatar dijera lo que dijera la sentencia –una temeraria decisión de Rajoy- que ambos creían inminente, lo que nos deja a los españoles en el desamparo total, y puede que -por el momento y ojalá no nos defrauden- en la esperanza de que la mayoría de los magistrados constitucionales acaben por defender a la nación española frente a este subterfugio que abriría una caja de los truenos y de pandora difícil de controlar.