Para nosotros, los españoles, enero es un mes controvertido. Empinado, difícil de atravesar. Es –dicen, y dicen bien-- una cuesta que cuesta subir. Empieza por los volantes de su falda con cabalgatas de Reyes Magos, fanfarrias y regalos, ilusión y despiporre económico, y termina con los escaladores echando el bofe. Sus treinta y un días se hacen más largos que el ovillo de Penélope y pone los termómetros por debajo de cero grados, de principio a fin. Podría decirse que es el mes más antipático del año, si no fuera porque no falta quien prefiere el frío helador al calor sofocante, que somos muy extremistas nosotros, los españoles. Hay “gente pa tó”, que decía Rafael el Gallo. Personalmente, debería estar agradecido a este primerizo mes del calendario, aunque solo fuera porque en sus últimas fechas me trajeron al mundo en las circunstancias que, cuando niño, se encargaba de recordarme Serafín, el de Villafrechós: “¡qué frío me hiciste pasar, jodío!”... Serafín era el chofer y dueño del coche “de punto” que trajo a mi madre, parturienta de urgencia, desde Santa Eufemia del Arroyo hasta el sanatorio del doctor Quemada de Valladolid. Doy por ciertas aquellas palabras, porque en este enclave regado por el Pisuerga, cuando llega enero, con sus heladas y nieblas en maridaje continuo, la friura pide pieles recias y cuerpos bien templados. Mi madre era de esas.
Me van a perdonar este introito personalizado en mi mismidad, pero es que llegar a la cumbre de enero tiene su aquél, y más aún cuando la noticia taurina escasea y solo asoma la gaita desde la tremenda lejanía de las Américas, aunque últimamente, como bien saben, también por allá la tauromaquia sufre el desistimiento de los poderes púbicos y el acoso del antitaurinismo rampante. Con todo y con eso, en México, Colombia, Perú y Venezuela, principalmente, la fiesta de los toros sigue su rumbo y los festejos taurinos no dejan de tener su particular predicamento.
Acá, en España, este ha sido un mes de frenética actividad en los despachos del empresariado taurino. Confeccionados desde hace semanas los carteles de la feria de Valdemorillo y los de las Fallas de Valencia, a punto están de salir del horno de la cocina taurina los de la feria de San Isidro de Madrid, mientras los de la de Abril de Sevilla, se esperan para mediados del mes que viene. Estos dos últimos, salen a la luz pública con una temporalidad desusada. Más pronto, imposible. Por tanto, en Madrid ya está, prácticamente, todo el pescado vendido, confeccionados los carteles, a falta de alguna puntada de última hora o recosidos de urgencia. Va a ser una feria más corta, pero una temporada más intensa. Ya lo verán.
En lo que a Sevilla se refiere, está hecho “lo gordo”, lo nuclear, lo esencial, esto es, el encajamiento de las principales figuras del escalafón. Ahora, como decía el inolvidable Diodoro Canorea –y dice también su yerno, Ramón Valencia--, estamos en la fase de “los lamentos”, esto es, la de atender y encajar en los carteles a una parte -todos no caben-de la pléyade de toreros que quieren entrar en la feria, arguyendo valores y méritos que avalan su presencia en las combinaciones, digamos, de inferior rango, pero no por ello de menor calado, porque lo importante es “estar” ahí.
Como en estas cuestiones de “remate” el reloj corre muy deprisa, estamos a pocos días de hacer un amplio repaso a lo que será un doble pastel, con guinda y todo, expuesto en el escaparate que mejor convenga a la pública curiosidad. Madrid y Sevilla son las dos grandes referencias de una temporada, ésta de 2023, que, como ya sabrán, para Morante de la Puebla no dará comienzo hasta el Domingo de Resurrección en el coso maestrante, con Juli y Roca Rey en el cartel. Un cartelazo, se mire por donde se quiera mirar, aunque no faltará quien lo censure, porque, en cuestiones de toros, la aquiescencia cartelera es poco menos que una utopía. Parece imposible complacer a los consumidores o degustadores de estas dos grandes confituras, por muy golosos que sean. Los gustos de eso que genéricamente se llama “la afición”, son tan diferentes que forman aluviones bien dispares, y no faltará quien considere al obrador con horno incorporado en que trabaja el empresario taurino un recinto proclive al “pasteleo”.
Son días y horas en que los aficionados, consumidores potenciales del producto, habrán comenzado a sacarle punta al lapicero con que censurarán los carteles, mientras al empresario le zumbará el teléfono a cada minuto. Otra cosa es que lo descuelgue. En el caso de la feria de Sevilla, a estas horas el empresario estará haciendo malabarismos para contentar a la gente que quiere torear en la feria de Abril. Ramón Valencia lo arregló el pasado año con una corrida “de oportunidad” alineando en el paseíllo a seis toreros, a toro por barba, con el aliciente en el horizonte de poder entrar en alguna posible sustitución durante el ciclo taurino; y, aún así, se quedaron un buen número de diestros de reconocida solvencia a verlas venir.
A mediados de febrero, repito, se conocerán el resultado y los ingredientes del preciado pastel que se hornea en la cocina de la empresa Pagés. Se prepara sin tanta exigencia, con menos presión, pero pone a prueba la capacidad del jefe de cocina (lo de chef no me gusta) para atender justificadas demandas y cumplir con las exigencias de sus clientes, aficionados y público, en general. Ramón Valencia, empresario de la Real Maestranza es un experto en estas lides, quiero decir, también en las del arte culinario. Se lo aseguro.