El problema de la inmigración ilegal no va a menos, sino a más, y eso tanto en España como en el resto de la Europa Occidental. Hay toda clase de embarcaciones que parten del norte de África hacia las costas italianas o españolas, y también numerosas pateras que ponen rumbo a Canarias desde Senegal, Mauritania o Marruecos. Luego están los inmigrantes que prefieren llegar, o lo intentan, a través de otros países como Turquía y Polonia. Hablamos de centenares de miles de gentes que no son refugiados políticos en sentido estricto, aunque muchos aleguen tal condición. En su inmensa mayoría son personas que huyen de la miseria y de un futuro incierto en su patria. Europa sería la esperanza de una vida mejor para sí y para sus familias, un paraíso soñado, donde cualquier trabajo permitiría vivir dignamente.
Se trata, por lo general, de personas con algún dinero y estudios, lo más granado de la población de un país que se juega la vida por llegar a Europa tras pagar a las mafias que trafican con ellos, escogen las rutas y sobornan a los funcionarios de fronteras. Pero una cosa es comprender las razones del movimiento migratorio y otra muy distinta propugnar una política de puertas abiertas de par en par, de modo que ni siquiera haga falta avisar de la llegada. Es evidente que pronto, conforme al principio de los vasos comunicantes, lo que llamamos Europa dejaría de existir por una inmigración masiva que sólo se detendría cuando ya no valiera la pena cambiar un país por otro.
El actual fenómeno migratorio no puede compararse con la emigración española a Hispanoamérica tras la Guerra Civil. Los exiliados españoles fueron recibidos con los brazos abiertos y contribuyeron muy significativamente al desarrollo cultural y económico de las naciones de acogida. Por su parte, nuestra emigración temporal a Centroeuropa, especialmente a Alemania, durante varias décadas fue modélica en todos los aspectos. Se iba con contrato de trabajo o muy sólidas expectativas de obtenerlo rápidamente. Ningún español durmió en la calle o pidió limosna. Y pocos visitaron la cárcel.
Termino con una anécdota personal sobre esta última afirmación. En aquellos años, trabajando en el Ministerio de Justicia, tuve que visitar algunas prisiones alemanas para redactar después el correspondiente informe sobre la introducción de reformas en las nuestras. Pues bien, en todas ellas preguntaba si tenían algún interno español, pero la respuesta fue siempre negativa. Recuerdo que el director de una de las prisiones, como lamentando no poder presentarme a ningún compatriota, me ofreció la oportunidad de hablar con un colombiano que cumplía pena por tráfico de drogas. Hoy, un alto porcentaje de presos preventivos o penados en nuestros establecimientos penitenciarios son extranjeros, y buena parte de ellos se hallaba ilegalmente en España. Por lo demás, bueno es mirar las barbas del vecino, Francia, por ejemplo.