Nos hemos acostumbrado tanto al deplorable funcionamiento de nuestra Administración de Justicia, donde todo retraso tiene su asiento, que poco o nada se habla de este Poder del Estado en la larga carrera electoral que empezó hace ya bastante tiempo. El silencio podría explicarse en las elecciones autonómicas y municipales, ya que los Tribunales son del Estado, pero se prolonga cuando las elecciones generales están a la vuelta de la esquina. Es como si nos hubiéramos resignado a convivir con una enfermedad crónica contra la que no existiera todavía tratamiento alguno.
La Jurisdicción Ordinaria está haciendo señalamientos “normales” para dentro de algunos años y el Tribunal Constitucional, que no se inserta en el Poder Judicial pero es el intérprete último de nuestra Carta Magna y debería dar ejemplo, acaba de dictar sentencia después de doce o trece años (ya no recuerdo bien), en el recurso contra una “progresista” ley del aborto o, si se prefiere el eufemismo, sobre la interrupción voluntaria del embarazo. Lo anormal se ha convertido en normal. Algunos ejemplos hay también en los tan traídos y llevados países de nuestro entorno, pero tengo la impresión de que aquí sufrimos el problema con mayor resignación cristiana. Nos olvidamos del viejo refrán sobre el mal de muchos como consuelo de tontos.
La cosa es que los políticos, no los jueces, han sido incapaces de renovar el Consejo General del Poder Judicial durante esta legislatura, y ello pese a las reiteradas comunicaciones de Bruselas, solicitando así mismo una modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial para que los propios jueces designen como mínimo a la mitad de los Vocales, sin filtro alguno o decisión última de las fuerzas políticas representadas en el Parlamento. Ahora todos los Vocales son consensuados políticamente. Bastaría volver a la interpretación del artículo 123.2 de la Constitución conforme hizo la vieja Ley Orgánica 1/1980, de 10 de enero, del Consejo General del Poder Judicial. El Tribunal Constitucional entendió que tal interpretación era la más correcta pero que el novedoso criterio de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, también sería constitucional siempre que no hubiera un simple traslado de la relación de fuerzas parlamentarias al órgano de gobierno de los jueces. Que es exactamente lo que ha ocurrido.
Conviene recordar, al respecto, la sorprendente historia del cambio desde la Ley Orgánica de 1980 a la Ley Orgánica de 1985. Nunca se debatió durante la proposición y tramitación de la segunda que los jueces habrían de proponer, al margen del Parlamento, a los ocho jueces del Consejo General del Poder Judicial, ni en el Anteproyecto ni en el Congreso. Hubo que esperar a una enmienda socialista in voce en la Cámara Alta para conocer, ya sin oportunidad de corrección alguna por vía de enmiendas, este cambio tan trascendental como poco acorde con la división de poderes.
¿Y ahora qué? Pues ahora, con la experiencia de la falta de acuerdo durante los últimos años y pese a los repetidos mensajes de la Unión Europea, es evidente que cualquier previsión depende del resultado de las elecciones generales del 23 de julio. El triunfo del PSOE (o de la izquierda) no alteraría en mucho la situación actual pero la oposición inmovilista del PP sería más difícil, aunque también cabría simultanear los nuevos nombramientos con la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial.
Si, por el contrario, la victoria fuera del PP (o de las derechas), se podría acudir a una rápida reforma legal en el sentido postulado por la Unión Europea y proceder seguidamente a la renovación del Consejo General del Poder Judicial conforme a una legislación que debería poner punto final a esta lamentable controversia. En definitiva, volveríamos a la interpretación del artículo 122.3 de la Constitución que ya hizo, correctamente y sin la menor objeción, la Ley Orgánica de 1980. Cerraríamos así un círculo vicioso que nunca debió abrirse.