Eran antipatriotas quienes afirmaban que la economía española había puesto proa al marisco, según el expresivo dicho canario, aunque todos sabíamos que decían verdad. Pero no lo serían quienes día tras día, en una campaña sin precedentes, atacan al Tribunal Supremo o al Consejo General del Poder Judicial por cumplir con sus obligaciones, o sea, por aplicar las leyes vigentes en un Estado de Derecho. En el primer caso, los optimistas oficiales temían los efectos de tales opiniones sobre nuestra economía. Pero en el segundo no han reparado –y si lo han hecho, peor- en que están arrojando piedras sobre nuestro propio tejado. La credibilidad del Poder Judicial español, dentro y fuera de nuestras fronteras, es tan importante, o más, que la fe en nuestra capacidad para salir de la crisis.
De la economía depende la prosperidad material del país, pero las andanadas contra el Tribunal Supremo por abrir diligencias penales contra el juez Garzón ponen en entredicho al pilar básico de nuestro Estado de Derecho. Si al descrédito de nuestra política económica se une la desconfianza hacia nuestros tribunales, la credibilidad del país sufre por partida doble. La seguridad jurídica es presupuesto indispensable para que los inversores internacionales nos tomen en serio. Parece que, para desviar la atención puesta en los achaques reales de nuestra economía, hay quienes se esfuerzan en fustigar los defectos imaginarios del Tribunal Supremo. Su gran pecado consistiría en no prevaricar conforme se le exige. Así tendríamos dos grandes escándalos de similar importancia. Uno que ha dejado en la calle a millón y medio de parados, y ha arruinado a innumerables pequeños ahorradores. Y otro que afecta a la carrera profesional de una sola persona más instrumentalizada que defendida.
No todos los problemas del juez Garzón se relacionan con la memoria histórica. Y en cualquier caso, las exhumaciones hubieran debido practicarse de acuerdo con la ley de la Memoria Histórica y no en un procedimiento judicial cuya única finalidad es juzgar a los delincuentes. Suponiendo que aún vivan, como añade el sentido común.
Después de tantos ataques contra el Tribunal Supremo por parte de muy altas personalidades políticas e institucionales, unas veces guardando apenas las formas y otras con los insultos de rigor (fascistas, corruptos, torturadores, franquistas y un largo etcétera), el desenlace será siempre perjudicial para la Justicia, y para España. La condena de Garzón, si se produjera, sería una prueba más de la calaña del Tribunal Supremo y de sus componentes. Y si se le absolviera en los tres procedimientos abiertos, el mérito correspondería a quienes, no sin esfuerzo, le habrían doblado el pulso a semejante gentuza.
Y dos apuntes finales. El primero es comprobar que cualquier cineasta, cantante o sindicalista resolvería los problemas jurídicos con mayor rapidez, seguridad y acierto que el Tribunal Supremo. Y el segundo es que, curiosamente, muchos de los defensores foráneos del juez Garzón son los beneficiados por sus actuaciones en la jurisdicción internacional solucionando los problemas de sus respectivos países. Se olvida que en España sí que supimos superar el pasado con la Ley de Amnistía, dentro ya de un contexto democrático. Huelgan las injerencias de quienes desde Hispanoamérica nos dan lecciones, no solicitadas, de progresismo barato.