En defensa de la acción popular

Salvo en los raros supuestos de incoación de oficio, las diligencias penales se abren en virtud de denuncia o de querella por  hechos que, de ser ciertos, acarrearían una responsabilidad penal. En líneas generales, cualquier persona puede –y en ocasiones debe- denunciar. Y todo ciudadano español, perjudicado o no por el delito, puede querellarse ejercitando la acción popular. El denunciante no es parte en el proceso, pero sí el querellante. Ahí radica la diferencia.

La acción popular es una institución centenaria que rompe el monopolio del fiscal –no sólo a favor de un particular perjudicado- en la lucha contra el delito. Gracias a ella, los magistrados podrán pronunciarse sobre conductas que, según el representante oficial de la ley, no merecerían llegar siquiera a los tribunales. En su origen se encuentran tanto la respetable disparidad de criterios como la lógica desconfianza hacia el monopolio de aquel acusador público en cuestiones que afectan a los intereses de quien le nombra y cesa discrecionalmente: el Gobierno.

Nadie duda de que el fiscal se atendrá estrictamente a la ley en un crimen pasional, pero hay razones, reforzadas por la experiencia, para temer que en otras ocasiones no ocurra igual. Por ejemplo, si está en juego la credibilidad del Gobierno, del partido político que lo sustenta, o de la oposición. Recuérdense los asesinatos del GAL y la corrupción de las “filesas”, cuando el propio presidente del Gobierno repetía cansinamente que no había pruebas ni las habría. La posición del entonces Fiscal General no era, por decirlo de algún modo, la más cómoda. Y de su actuación dan fe las hemerotecas.

Al hilo de las querellas interpuestas contra el juez Garzón, el ahora Fiscal General propone la desaparición de la acción popular, olvidando –o todo lo contrario- que precisamente es la que permitirá al Tribunal Supremo conocer de unos hechos que podrían ser delictivos. Gracias a la acción popular –consúltense de nuevo las hemerotecas- se han castigado en España graves delitos (y auténticos crímenes) que en otro caso hubieran quedado impunes. Y es que la delincuencia en el ámbito del Poder y de la Administración raramente tiene perjudicados concretos que actúen como acusación particular. Crímenes como los del GAL no son, por fortuna, frecuentes, pero la corrupción se ha convertido en un problema nacional de primer orden. Las noticias de prevariaciones, cohechos, malversaciones y tráficos de influencias son el pan nuestro de cada día.

Nos encontramos ante una iniciativa que, unida al proclamado deseo de sustituir a los jueces instructores por los fiscales, haría que la Justicia se limitase a dictar sentencias cuando lo considerasen oportuno los delegados de un Fiscal General dependiente del Gobierno. Poco habría que objetar si a los fiscales se les concediera el estatuto propio de los jueces, empezando por su absoluta independencia frente al Poder Ejecutivo, pero de eso no se habla. La importación de los modelos extranjeros ha de hacerse bien. No basta con copiar los nombres o las apariencias. Lo importante son los contenidos y el encaje de la innovación en la totalidad de nuestro ordenamiento jurídico-penal para que el supuesto avance no desemboque en un retroceso histórico.