La prisión perpetua revisable es una constante en los Códigos Penales de nuestro entorno jurídicocultural. La tienen en Francia, Italia, Alemania, el Reino Unido y Austria, por citar sólo algunos ejemplos europeos. Son estados democráticos en los que se han sucedido gobiernos de distinto color sin que ello afectase al mantenimiento de esta pena. El Tribunal Constitucional alemán declaró expresamente en sentencia de 21 de junio de 1999 la constitucionalidad de la prisión perpetua siempre que se previera la posible excarcelación del reo tras cierto tiempo, y algo similar ha ocurrido en otros países. Todos ellos han firmado la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, el Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales de 1950 y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, en los que se prohíben las penas crueles, inhumanas o degradantes, pero no consideran que la prisión perpetua revisable se encuentre en ese caso.
España es, una vez más, diferente. Aquí, la mera insinuación de discutir sobre la posibilidad de introducir dicha pena en nuestro ordenamiento ha sido políticamente incorrecta, algo así como una provocación fascistoide y reaccionaria. No importaba que la prisión perpetua revisable nos hubiera evitado más de una nueva muerte por parte de quien recobró la libertad, con muy desfavorables pronósticos, tras cumplir condena por anteriores asesinatos. O espectáculos tan escandalosos como la excarcelación de De Juana Chaos. Pretendemos estúpidamente ser un ejemplo para esos países del mundo mundial que se creen avanzados pero que en realidad caminan con el paso cambiado.
Los hechos son tan tozudos como el sentimiento ciudadano de indefensión frente a las más graves forma de criminalidad. Las encuestas hablan de un ochenta por ciento de españoles a favor de la prisión perpetua revisable. Otro quince por ciento la querría incluso sin revisión. El resto estaría de acuerdo con la situación actual. Hoy, tras la Ley Orgánica 15/2003, y el llamado cumplimiento efectivo de las penas, algunos reincidentes podrían ver prolongada su prisión hasta los cuarenta años. Como ha confesado el presidente Rodríguez Zapatero a los padres de la joven asesinada Marta del Castillo, así se obtendrían los mismos resultados sin renunciar a los principios. La verdad es que, huyendo de la prisión perpetua revisable -y homologable con la de todo el mundo civilizado- hemos optado por una solución al “hispánico modo” que es, a la vez, incompleta y, paradójicamente, menos garantista que la prisión perpetua revisable.
Mal cabe, de otro lado, resistirse a la recepción de la prisión perpetua revisable en nuestro Código Penal después de haber ratificado el Estatuto de la Corte Internacional, hecho en Roma el 4 de enero de 2000. La prisión perpetua encabeza su listado de penas y podría ser impuesta –y deberá serlo en su caso- por los jueces españoles que se integren en el Tribunal. Véase lo que dice el artículo 10.2 de nuestra Constitución sobre el valor de los acuerdos internacionales. La prisión perpetua ya ha recibido, por consiguiente, el visto bueno de nuestras Cortes Generales.
Pero hay más. El Tribunal Constitucional admite la extradición para el cumplimiento de esa pena o para juzgar a quien puede ser condenado a ella. Así viene ocurriendo desde su Sentencia 91/2000, de su Pleno, de 30 de marzo. Basta con que el encarcelamiento no sea rigurosamente indefinido, sin posibilidad alguna de liberación, para que la pena respete la preocupación resocializadora del artículo 25.2 de la Constitución y no sea ni degradante ni inhumana. No hace muchos días, el 8 de febrero pasado, el Tribunal Constitucional no admitió siquiera a trámite un recurso de amparo en relación con una extradición a Marruecos, precisamente porque se trataría de una prisión perpetua revisable.
Aunque con escasas posibilidades de que la iniciativa prospere –dada la brecha abierta en esta cuestión entre los españoles y sus representantes- bueno es que el Partido Popular haya presentado en el Congreso de los Diputados una enmienda para, aprovechando la tramitación parlamentaria de la enésima reforma del Código Penal de 1995, incluir la prisión perpetua revisable en nuestro arsenal punitivo. Algo se mueve pese al inmovilismo dogmático de nuestro peculiar progresismo.
Ahora, con la muerte de un gendarme francés a manos de un terrorista etarra, la singular postura española puede sufrir una difícil prueba. De un lado, no sería de recibo que la vida de un guardia civil valiera menos que la del gendarme y, de otro lado, el condenado a la pena degradante e inhumana sería un español. ¿Pediríamos su indulto? ¿Denunciaríamos a Francia ante algún organismo internacional? Naturalmente que no, porque sabemos que nuestras pretendidas razones contra la prisión perpetua nada valen más allá de nuestras fronteras. Son sólo para consumo interno en la mejor tradición de Juan Palomo.
España es un sorprendente país que no quiere centrales nucleares en su territorio, pero no tiene reparo en comprar energía eléctrica francesa de esa misma procedencia.