Se ha muerto mi amigo Fernando Sánchez Dragó, un personaje contradictorio y polémico, inabarcable e infinito. Una fuerza de la naturaleza, un escritor brillante y poderoso, un comunicador sobresaliente, un tipo largo y ancho, poliédrico, culto y vívido que no se detenía nunca y que no sabía deletrear la palabra imposible.
Un viajero sin remedio al que la tierra se le había quedado pequeña y al que la vida nunca iba a darle todo el tiempo que sin duda necesitaba para transitarla con la intensidad y plenitud que siempre buscó.
A sus 86 años continuaba mirando hacia adelante. Estaba empezando, decía. Le gustaba su vejez y se enorgullecía de sus años y de todo el camino que aún le quedaba por recorrer con ellos a cuestas. No perdía excesivamente el tiempo echando la vista atrás y sí planeando todo lo que todavía tenía que hacer: enamorarse nuevamente, escribir otro libro, viajar aún más lejos, encapricharse con Vox -¡él que había estado en la cárcel con Franco!- o perderse en Castilfrío, el paraíso soriano en el que ha muerto y el lugar que sin duda hubiera elegido para hacerlo, a excepción de cualquier recóndito monasterio budista perdido por el sudeste asiático.
Pero Dragó -siempre nos llamábamos por el apellido- no pensaba que fuera a morirse. No entraba en sus planes. Él quería vivir. Vivir en el amplio sentido de la palabra, sin aliento, sin muletas, ni de madera ni de las otras. Él quería sentirse un hombre libre, vivir sin más frenos que los imprescindibles, como si cada día fuera el primero, como si el calendario no tuviera fin, como si nadie ni nada se fuera a interponer en su camino, como si la biología no pudiera detenerle jamás, como si todavía le faltaran muchas páginas que escribir y su imaginación siguiera abriéndole caminos que sin dudarlo se obligaba a recorrer.
Le conocí en Diario16 cuando él ya era Dragó y yo apenas nadie. Después vinieron El Mundo y El Español. Y así hasta la semana pasada en la que, tras la moción de censura de su amigo Tamames, quedamos para comer después de la Semana Santa. No podrá ser.
Ya no habrá más comidas; esas enciclopédicas y habituales comidas a las que yo iba simplemente para aprender, para escuchar, para disfrutar de su conversación e inteligencia. A veces quedábamos en La Ancha de Príncipe de Vergara, a veces en De la Riva de la calle Cochabamba, a veces en el Sushi99 de la calle Ponzano. Ahí estaba siempre a mantel puesto el verdadero Dragó, el genuino, sin trampa ni cartón, risueño y dicharachero, honesto siempre. El amigo que me contaba que estaba enamorado otra vez o me hablaba de su próximo libro; el que me presentaba a ese nuevo amor, que siempre me pareció de juventud, o me dejaba leer, con mucho sigilo, alguno de los capítulos de su próxima obra.
Siempre estarán conmigo su imponente sabiduría, entre plato y plato, sus ganas de seguir creando, entre copa y copa, su imaginación desbordante y su alegría de vivir. Nunca, debo decir, nunca le vi triste, ni taciturno ni tan siquiera preocupado por algo que no fuera no olvidarse de lo que tuviera que hacer al día siguiente. En mi memoria descansan ya los muchos reportajes e historias periodísticas que salieron de esas comidas o cenas, y las pastillas homeopáticas -17 le conté en una ocasión- que se tomaba de vez en cuando al acabar el almuerzo para, decía, seguir caminando eternamente.
Como esto no es un obituario sino un lamento, no trazaré aquí ni su perfil biográfico ni su currículo literario o televisivo porque entonces todo espacio sería poco. Aquí sólo quiero rendir un homenaje a un amigo que siempre estuvo al otro lado del teléfono, de la mesa y de una buena conversación. Un buen amigo al que siempre defendí con ahínco ante otros buenos amigos que no pudieron o quisieron ver lo que yo sí tuve la suerte de ver. Un buen amigo con el que últimamente casi nunca estaba de acuerdo -especialmente cuando hablaba del partido de Santiago Abascal- pero que nunca-nunca-nunca dejó de ser, a mi entender, la buena persona que yo siempre he creído que era. Amigo de sus amigos. Amigo de esos que siempre tienes la imperiosa necesidad de abrazar cuando se vuelve a cruzar en tu camino.
Muchos de sus críticos y enemigos acérrimos se han quedado siempre en la superficie, en el personaje más que en la profundidad de la persona; en esa polémica que él siempre buscó y alimentó de manera excesiva y harto provocativa y que en cierto modo desvirtúa su verdadera personalidad, su calidad humana indiscutible. A él siempre le fue la marcha y el enfrentamiento dialéctico del tema que fuera y en este teatro de las variedades que siempre es el mundo que nos rodea optó por un papel que en demasiadas ocasiones, y sin importarle excesivamente, estaba mucho más cerca de la ficción que de la realidad.
Su último tuit, en el que aparece con su último gato, Nano, encima de la cabeza y escrito apenas una hora antes de que el corazón le dijera hasta aquí hemos llegado, podría ser un buen resumen y epílogo a la historia mágica del creador de Gárgoris y Habidis. “El gato Nano me da los buenos días. Él sabe que en la cabeza está el secreto de casi todo”, han sido sus últimas palabras. Y después, el silencio.