Para no tener que hacer cuentas, utilizo una reciente cabecera de El País: el Congreso y el Senado podrían aprobar diecisiete leyes en tres días. Entre ellas, añado yo, la que reforma el Código Penal en cuanto a los delitos de sedición, malversación y, ya de paso, la Ley Orgánica del Poder Judicial y la también Ley Orgánica del Tribunal Constitucional. Las prisas son malas consejeras, especialmente en materias muy controvertidas. Sirva de ejemplo la chapuza jurídica de la Ley del “sólo sí es sí”, con su numerosa revisión de condenas a favor de los agresores (y agresoras) sexuales. El entuerto sólo puede corregirse legalmente, como Dios manda, pero no en una exposición de motivos de una ley distinta y sin efectos normativos.
Hoy, sin embargo, procede centrarse en la polémica reforma de la LOTC y LOPJ por vía de enmienda en el Senado, cuando no guardan la menor relación con una proposición de ley circunscrita exclusivamente al Código Penal. El Tribunal Constitucional acaba de resolver, provocando reacciones encontradas, pero debemos tener bien claro que aquel no se ha pronunciado sobre la constitucionalidad de la iniciativa si se planteara correctamente. Se entiende, sin embargo, que los recurrentes y el propio Tribunal hayan estimado correcto acudir a unas medidas cautelarísimas para evitar en su día posibles perjuicios por la rápida entrada en vigor de una ley sobre cuyo fondo el Tribunal Constitucional nada acordará durante demasiado tiempo.
La Sentencia 119/2011, de 5 de julio, tardó ocho meses en resolver el recurso, precisamente interpuesto desde las filas socialistas, porque se había pretendido incluir el delito de consultas populares en una Ley de Arbitraje. Se adujo entonces que faltaba la debida conexión entre la materia objeto de la ley y la reforma del Código Penal. Como ni se acordaron ni siquiera se solicitaron medidas cautelares, el Alto Tribunal hubo de entrar directamente en el fondo varios meses después de que la ley hubiera sido promulgada. Lástima que tardara tanto.
Permítaseme concluir con algo que parece pasar desapercibido en muchas columnas periodísticas e incluso editoriales. El Tribunal Constitucional, en su defensa de nuestra Carta Magna, está por encima de los tres poderes del Estado. Igual puede anular una ley que una sentencia o una resolución del Gobierno o la Administración. Pero es que, además, las tribulaciones tanto del Tribunal Constitucional como de la Judicatura no son culpa suya, sino de los políticos que no se ponen de acuerdo para la renovación de un Consejo General del Poder Judicial que no juzga, por lo que no se integra en el Poder Judicial propiamente dicho. Bueno es que cada palo aguante su vela.