Feria de San Isidro

De pronto, Castella

Plaza 1Castella, volver a triunfar

Con la corrida en pleno desarrollo, la Plaza hallábase instalada en modo bronca; nada novedoso en este público del “Foro”, dominado de forma abrumadora por la pequeña algarabía que surge en complicidad con los silencios provocados, mayormente, por la abulia y el aburrimiento. Cuando los toros flojean o los toreros torean “como no viene en su libro”, la bronca surge espontánea entre los abroncadores, siempre desde un lugar determinado del graderío. Es algo consustancial con la fiesta de los toros, al menos en Madrid, capital censora por antonomasia. Aquí, el público de toros se divide en dos: un reducido grupo que viene a la Plaza a juzgar a toros y toreros y el inmenso resto que acude a este coso monumental con el ánimo de disfrutar con el juego del ganado y el arte de los artistas. Dicho de otro modo, en plural: los que saben mucho y bien, de todo lo habido y por haber, y los que no saben, ni huelen ni entienden de nada. Los que se sienten impunes y los que se ven imputados. La proporción es bíblica: uno por mil, respectivamente. Los he contado.

Con los tendidos prácticamente llenos y el viento como invitado habitual en estos días de mayo, la corrida de Jandilla estaba siendo un tostón. El primer toro, bajito, bien hecho y astifino fue protestado porque a su voluntad por acudir a los cites se oponía una carencia de fuerza manifiesta. Sebastián Castella lo llevó de acá para allá tras su muleta, sin que le hicieran ni puñetero caso; el segundo, castigado duramente en varas por Paco María le ofreció buenas arrancadas a Manzanares, y a fe que hubo momentos en que pareció que la faena tomaba cuerpo, cuando el toro embestía por el pitón derecho, pero su flojedad pudo más que su bravura y la cosa quedó en agua de borrajas. Tampoco Pablo Aguado logró levantar la atención de la concurrencia (un lleno más), porque las protestas por la falta de raza del de Jandilla atenazaban a Pablo, que debió acusar la insoportable desatención y levedad que debe embargar a quien oye dicterios, reprobaciones y sentencias cuando se está jugando la vida ante unos cuernos que tienen dos muertes por estrenar. La voluntad de los tres matadores era evidente, pero el juego de los toros y la mala colocación de los aceros, encrespaba más y más a un reducido cónclave, ávido de deportar al presidente, defenestrar al ganadero y mandar a los albañiles a los tres toreros.

En esas estábamos cuando, de pronto, surgió Castella.

Fue en el cuarto toro de la corrida, cuatreño, de nombre Rociero, número 87,  negro zaino y 515 kilos de peso. Precioso toro: alto de cruz, amplio de morrillo, marcado a fuego en el cuadril con la estrella de seis puntas, el hierro que compraron los Domecq a las hermanas De la Cova Benjumea. Fue bravo desde que salió por el chiquero. De encastada nobleza, empujó en varas y tomó con codicia el capote magistralmente manejado en la brega por José Chacón, acudiendo alegre al cuarteo de los banderilleros y llevándose dos pares sobresalientes de Rafael Viotti. Después, Sebastián Castella se fue a los medios y brindó al público, juntó las zapatillas en el tercio del 7 y pasó por alto los trancos ligeros y nobles de Rociero, una y otra vez, sin enmendarse ni un milímetro. La plaza rugió como en las grandes tardes. Se acabaron los grititos. Se impuso la mayoría absoluta por goleada. Los oles, unísonos, rotundos, volvieron a corear las tandas en redondo sobre el pitón derecho. Castella se pasaba al toro por la faja y el de Jandilla se quería comer la muleta. Más series de mano baja, muy exigentes para el toro, que seguía haciendo un admirable derroche de fuerza y vigor, de bravura desmedida. Toro de bandera. Castella lo sabe y se aquieta cada vez más en los naturales largos-larguísimos, y en los remates por bajo y por alto. Lío gordo. De figura del toreo. Un toro tan completo y una faena tan redonda no la soñó el torero francés ni en sus mejores sueños. Además en Madrid. Solo faltaba el colofón de la estocada. Fue de libro, en lo alto y  el toro rodó sin puntilla, mientras sonaba un inoportuno aviso. Dos orejas incontestables. Nada en contra. Ni un mínimo reparo. Quizá, sí: que no le dieran la vuelta el ruedo en el arrastre a tan magnífico ejemplar de la raza de lidia. Un Rociero que se fue al limbo de los toros de bandera luciendo el simpecado de una divisa legendaria.

El resto de la corrida trascurrió en el navegar de Manzanares ante un toro que fue bravo en los primeros tercios –dos pares de Diego Carvalho excelentes--, pero después, sorprendentemente, echó el freno, así, sin avisar. Fatigado y rendido, parecía embestir con resignación. ¿Misterios de la bravura? ¿Exceso de castigo en varas? Ininteligible lo de este toro. José María lo mató de pinchazo y buena estocada. Después, Pablo Aguado se enfrentó a otro toro de bellísima lámina, con el segundo hierro de la familia Domeq Noguera, Vegahermosa. Derribó estrepitosamente al caballo que montaba Mario Benítez y se llevó dos grandes pares de banderillas, a cargo de Juan Sierra. Fue otro toro que llegó fundido al tercio final, lo cual debió minar la moral del torero, además molestado por un fuerte viento que llegó para barrer las primeras sombras se la noche. Pablo pinchó tres veces y descabelló dos, escuchando un aviso. Se fue de la Plaza envuelto en el silencio, mientras un nutrido grupo de gente izaba en hombros, para llevarlo bajo el dintel de la Puerta Grande de Las Ventas,  a uno de los grandes triunfadores de este sanisidro: Sebastián Castella, reaparecido en esta Plaza.

Este tío ha venido para quedarse.

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