El pasado miércoles, Clara Lisbeth Zarandillo achicaba con un envase de helado el agua de lluvia que, incesante, llevaba varios días cayendo sobre mojado en la localidad mexicana de Matamoros. Sabía que se trataba de una acción tan infructuosa como ridícula pero, a la espera de que junto a los suyos le llegara el turno de mojarse de verdad cruzando el río Grande, aquel gesto inútil le servía para soportar la terrible incertidumbre que amenazaba con paralizarla. Precisamente lo único que no podía permitirse: en cualquier momento los coyotes les avisarían de que ya les tocaba enfrentarse a las caudalosas aguas. A diferencia de la inmensa mayoría de quienes ocupaban a su alrededor otras tiendas de campaña, ella se sentía – con razón – afortunada, sin derecho a venirse abajo. No había tenido que recorrer a pie miles de kilómetros para alcanzar México, porque llegó a Cancún desde Europa en un avión repleto de turistas. Desde allí, un autobús le llevó al punto fronterizo que los traficantes le habían indicado para encontrarse con su familia, dos hijos adolescentes que había dejado en Venezuela y a los que no veía desde el inicio de la pandemia.
No quería preguntarse en voz alta si hizo bien accediendo a volver a su continente para iniciar esa aventura en lugar de intentar que su familia llegara a Europa, pero aunque aquí presumamos de nuestro estado del bienestar, su experiencia personal era que ni siquiera los propios europeos estaban viviendo su mejor momento. Al otro lado del océano, sin embargo, una parte de su familia, ya establecida en Texas después de atravesar ese mismo río, había encontrado trabajo nada más salir del centro de retención. Y mucho mejor renumerado que en la pequeña Europa. Esa era una realidad, por mucho que les advirtieran de que lo del sueño americano era simplemente eso, una inalcanzable quimera, el slogan favorito de los coyotes. A los falsos mensajes de estos, especialmente el relativo al verdadero significado de la derogación del llamado Título 42, achacan las autoridades estadounidenses la avalancha de estas últimas dos semanas.
Y especialmente las estampidas humanas que se produjeron el último día, cuando Clara Lisbeth tuvo que abandonar abruptamente el estúpido e inservible bote de helado con el que mataba el tiempo. Porque sin que mediara aviso alguno de los coyotes anunciando que había llegado su turno de cruzar, cientos de personas a su alrededor salieron corriendo con dirección al río llevando sus pertenencias, a los niños más pequeños en brazos, convirtiendo el lodazal en un frenético caos. La desesperación hizo que el movimiento se contagiara, sin señal aparente de nadie, obligando a todos a no quedarse atrás, atrapados en el pegajoso lodo, antes de descender por la inclinada orilla aferrándose a sus bolsas de plástico repletas de ropa. La estampida pilló a muchos, como a Clara y sus hijos, por sorpresa. Lo cierto, sin embargo, es que no paralizó a nadie. Ahora o nunca. Se olvidaron de las concertinas que militares estadounidenses habían instalado horas antes al otro lado del río, de los agentes mexicanos del Instituto Nacional de Migración apostados en los puntos donde había más flujo de migrantes, y el chapoteo in extremis contra la corriente de las aguas fronterizas les impidió escuchar los gritos de los guardas estadounidenses conminándoles que regresaran a México.
Por desgracia, en mitad de la confusión era más fácil lograrlo. No era la primera vez que ocurría ni la única frontera donde se utiliza esta táctica que beneficia a los más fuertes, a aquellos que viajan solos sin tener que preocuparse por ayudar a nadie. Así que, a pesar de las fuerzas federales de uno y otro lado, algunos atravesaron y siguieron corriendo dejando sus huellas mojadas ya sobre tierra estadounidense. Muchos otros, por el contrario, no atravesaron esa barrera y volvieron por el río Bravo a Matamoros, desafiando de nuevo el peligro en una zona donde durante esa primera avalancha del último día se ahogó un hombre originario de Maracaibo, Venezuela. Volverían a intentarlo, las veces que pudieran, antes de que cambiara la política del 42. Aún quedaban doce horas. A Clara y a sus hijos no se les volvió a ver.
¿Cómo era posible que la antaño maldita reglamentación del Título 42 se hubiera convertido en la mejor oportunidad para alcanzar el sueño americano? La medida establecida por Donald Trump autorizaba, por razones de salud pública debidas a la pandemia, la expulsión inmediata de migrantes indocumentados. En vigor desde el 20 de marzo de 2020 y posteriormente prorrogada en diversas ocasiones bajo el mandato de Joe Biden, la aplicación del Título 42 significaba que los migrantes que llegaban a Estados Unidos para pedir asilo o cualquier otra protección de carácter humanitario no tuvieran siquiera la oportunidad de presentar sus casos ante un juez de inmigración y esperar el correspondiente veredicto. La entrada en vigor del Título 8 supone, a diferencia de lo que se esperaba de la administración Biden, nuevas medidas que restringen los cruces ilegales al tiempo que se establecen vías legales para los migrantes que presenten solicitudes por internet, consigan un patrocinador y se sometan a revisiones de antecedentes.
Aunque el Título 42 evitó que muchos solicitaran asilo, no tenía ninguna consecuencia legal, alentando los intentos reiterados de ingreso. A partir del jueves, sin embargo, los migrantes que crucen de manera ilegal se enfrentan a la posibilidad de que se les prohíba entrar al país antes de que transcurra un plazo de cinco años, así como enfrentarse a posibles cargos penales. Se trata, por tanto, de un cambio que muchos temen que complique sus probabilidades de quedarse en la nación norteamericana. El miércoles, el Departamento de Seguridad Nacional advertía además que dicha normativa hará sumamente difícil que cualquier persona que atraviese otro país, como México, o que no presente una solicitud por internet, sea elegible para obtener asilo. También anunció toques de queda con vigilancia a través de dispositivos de GPS para las familias puestas en libertad en Estados Unidos antes de su evaluación inicial de asilo. El gobierno había sopesado incluso la posibilidad de detener a las familias hasta que pasaran su evaluación inicial de asilo, pero en su lugar optó por los toques de queda, de 11 de la noche a 5 de la mañana, que se iniciarán ya estos días en ciudades como Baltimore, Chicago, Washington y Newark. Y, por supuesto, aquellos que no se presenten a las entrevistas de evaluación o seguimiento serán detenidos para regresar al otro lado de las fronteras, epicentros de grandes debates políticos y también el lugar donde miles de personas emprenden un viaje que, quizás, no tenga marcha atrás. Resulta escalofriante pensarlo, pero seguirán intentándolo.