Camilla, la reina que no estaba invitada

Camilla

EFECoronación del rey Carlos III.

Cualquier muerte prematura deja en el recuerdo la imagen de una juventud incorruptible. Quienes ayer, durante la fastuosa ceremonia de coronación, aún sentían sobrevolar el espíritu de Diana Spencer y pretendieron visualizarla, aunque fuera fugazmente, en el papel al que un día estuvo destinada, se vieron obligados a hacerlo a través de una evocación tan irreal como viciada. Sin contar con lo único que es capaz de reparar casi cualquier cosa: el tiempo. Más que recomponer, en realidad lo que por fortuna (o no) suele hacer el paso de los años es colocar a las personas en su lugar. A todos, a no ser que sea precisamente la muerte quien lo impida. Lo peor de la justicia que brinda ese transcurrir de fechas señaladas, una tras otra, que van marcando cada año hasta pasar al siguiente en una cadencia regular que todos necesitamos creer inmutable, es que muchas veces resulta incluso más lenta que la de los tribunales.

Teorías complotistas aparte, el accidente en el que lady Di perdió la vida congeló su recuerdo. Imposible imaginar siquiera cómo habría sido hoy, en qué tipo de persona se habría convertido para encontrar la estabilidad emocional que tanto perseguía buscándola en otros, a pesar de que la misma solo pueda encontrarse en el interior de cada uno. Ella fue la indiscutible reina de corazones, pero no pudo conquistar aquel que más anhelaba, el de su marido, el príncipe Charles, que la tomó por esposa aunque él siempre permanecería fiel a una única “princesa”. Es curioso que al entonces príncipe se le acusara de ser infiel cuando lo único que demostraba fuera precisamente lo contrario. Fue fiel a las normas que imponía la Corona: había llegado el momento de casarse y ya habían elegido la persona idónea. A ella, que demostró tener poco de idónea, no le fue fiel, es cierto. En realidad, nunca quiso o pretendió serlo, y de aquello todas las monarquías tomaron buena nota. Entre sus recias armaduras, a través de las regias fachadas de sus palacios se había colado un intruso con el que hasta entonces se lidiaba con la luz apagada: el amor sin renunciar al trono. ¿Cómo puede uno ser fiel a nadie si, para empezar, no es capaz de ser fiel a uno mismo, a lo que de verdad siente?

Sin embargo, es probable que si Diana no hubiera derramado aquellas públicas lágrimas en televisión mientras ofrecía el relato doliente de una mujer que había decidido colocar su pena y su peineta por encima de la corona, Camilla hubiera seguido siendo la “reina” a la que nadie esperaba – ni siquiera como invitada - en la Abadía de Westminster. Un secreto a voces, siempre entre bambalinas, conocida pero ocultada. Por otra parte, si no hubiera sido por la trágica, inesperada y “oportuna” muerte de Diana, probablemente “la otra” no lo hubiera tenido tan “fácil” para convertirse en “la una”. Para ocupar el puesto que siempre había tenido en el corazón del príncipe pero se le negaba en la Historia. Para enseñar quién era de verdad, todo lo contrario a Diana. Como escribió Ortega y Gasset, “La lealtad es el camino más corto entre dos corazones”, a la larga, bastante más corto que el propio amor, porque éste ya sabemos que, antes o después, puede mutar o acabarse.

Y lealtad es lo que Camilla, cuando todavía era “la otra”, demostró durante todos estos años. La hoy reina de Inglaterra no desfalleció cuando se airearon aquellas conversaciones telefónicas que, como poco, debieron de sonrojarla. Quizás porque sabía que el amor estaba de su parte. Su silencio tuvo una recompensa que jamás podrían haberle dado cientos de titulares. Camilla no se creyó en la necesidad de explicarse, de justificarse, en definitiva, de figurar en ninguna parte fuera de su intimidad. Durante todos aquellos años de críticas tuvo ganas de contar su versión, pero jamás abrió la boca. Camilla siempre demostró que había aprendido a esperar, a no forzar los acontecimientos, a respetar que algunas veces tiene mucho más poder lo que no se dice que aquello que se pregona a los cuatro vientos. Esa paciencia que le faltó a lady Di, que no supo dejar las lágrimas en casa y renunció a un valor que, aunque cada vez cotice menos al alza, no es moco de pavo: la dignidad.

Y aquí estamos, en el final feliz de un cuento marcado por una espiral de decisiones e inesperados acontecimientos que ayer llevaron al trono a una pareja de las que por desgracia ya casi no existen. Una relación a prueba de bombas y de bombones, que es, en definitiva, el verdadero cuento de hadas y no el que nos hicieron creer con las imágenes de la boda majestuosa entre un príncipe entrado en años y una joven de rostro angelical que, a todas luces, no sabía que a cambio del trono tendría que ceder su alcoba. Fue ella quien más creyó en el cuento de hadas. Quizás no se le explicó como correspondía que llegaba a la corte de los Windsor para representar un guion que no incluía escenas de amor, más allá de la ceremonia nupcial, la luna de miel – a ratos - y el bautizo de los niños. Diana cayó en el error de enamorarse de quien no debía, en este caso su propio esposo, y de no saber retirarse del escenario cuando su papel había terminado. Ni la mismísima Isabel II fue capaz de convencerla de que el telón había caído para ella.

Su fallecimiento en un momento en el que parecía haber tomado el control de su vida o, quizás, cuando lo había acabado de perder del todo, tambaleó a la monarquía británica de tal forma que algunos quisieron ver en el efecto Diana el único pulso verdadero al que se había tenido que enfrentar la reina de Inglaterra. Golpeó también con fuerza a un pueblo que no gusta de pasiones en público, pero que con Diana aprendió que la desgracia y la mala suerte pueden llegar igual para todos, hasta para las glamurosas princesas. Y Camilla asistió a todo ello en silencio, siendo la “mala”. En el país de los tabloides, las primeras páginas no se duelen en prendas y sobre ella cayeron todos los disparos. Siempre la mala es la otra, nunca quien la elige. Hace tiempo que ella dejó de serlo y ayer se coronó su resiliencia.