Engullidos por las áreas de servicio con cafetería, van desapareciendo los bares de carretera.
Ahora que los vamos perdiendo, nos damos cuenta de lo que teníamos.
Me contaron no hace mucho que uno de los grandes problemas que tienen para repoblar el Courel, es que no hay bares.
Un bar puede ser todo en un lugar donde no hay nada.
El café sabe de otra manera, el pan tostado, incluso la tortilla del día anterior, te sabe a gloria si se toma en un café bar como el Hortensia, con la chimenea encendida, el fuego quieto, y los coches pasando.
Con la puerta cerrada, no son sus motores más que un murmullo, de vez en cuando el terremoto de un camión, que son los que más corren, y luego la paz del silencio, mientras caen las últimas hojas marcescentes de la carballeira de al lado, y cruje la leña.
Mari Carmen nos trata a todos los clientes como si fuéramos clientes únicos.
Te pregunta cuánto te gusta de tostado el pan, de cargado el café, si lo quieres en taza o en vaso.
Da gusto estar en el Hortensia.
Van entrando los clientes, a esta hora de la mañana, que ya es casi la tarde, esos clientes del café de última hora, que son los que se sientan en la barra, y toman su café o su Kas de limón, y se marchan.
Yo sigo aquí al fondo, escribiendo, en el lugar que me gusta, entre el sol y la chimenea, y cuando llego y está ocupada esta mesa, las personas son en el Hortensia tan agradables, que se levantan y se cambian con el café y con el periódico de sitio, como hizo Antonio hace unos días.
Muchas gracias.
A mí, el periódico, como hacía José cuando iba al París a mirar qué tiempo haría, aunque ya lo supiera, me gusta también leerlo en un café. A veces incluso lo compro allí mismo, en el Hortensia, donde Mari Carmen lo vende en la entrada, y me llevo el ejemplar para encender el fuego.
Las noticias que no se dan son las que mejor arden.
Suena el murmullo de la televisión, donde se cocina un salmón, pero no molesta, porque es otro ruido de fondo como el pasar de los coches o los golpes para limpiar la cafetera.
Todo el local, está forrado de madera hasta la altura de la cintura, trazando un zócalo alto, pero de madera de verdad, lo cual le da una calidez al local como la del fuego, cuyos leños no tuvieron la suerte de ser transformados en panel o en mueble y se queman, dando belleza a sus últimos días antes de convertirse en humo.
¡Cuántos árboles quemamos en invierno!
Por todo el camino, había leña arrimerada, lo cual la convierte en algo más que leña amontonada, por el arte que le pone cada uno en la tarea y que es casi un reflejo de la personalidad.
Mañana vienen a podar los castaños y algún frutal, que no es una leña de mucha calidad, pero que servirá para pasar el invierno del año que viene, y toda mi preocupación es dónde voy a colocar tanta leña, y cómo la vamos a arrimerar para que seque bien, y no entre la lluvia cuando caiga, sino el sol, a agrietar sus fendas, esas hendiduras transversales de la madera por donde entra a chisporrotear la lumbre.
El paseo hasta aquí, el café bar Hortensia, estuvo también lleno de sonidos curiosos, como el del arrendajo, el guardián del bosque, al escuchar el ruido de mis botas con mis pasos por el camino. Su nombre en latín, Garrulus glandarius, habla de su afición por las bellotas, y de su voz tan gárrula, tan ruidosa que hace eco entre las ramas y el cielo, un sonido, casi un maullido afónico, un poco molesto, que a mí me encanta porque eso quiere decir que aún queda bosque verdadero y arrendajos defendiéndolo.
No sé por qué cada vez necesito más estar fuera de casa.
Incluso para escribir.
Lo decía mi tía Ana María: “La casa, para que te guste, hay que salir de ella.”
Y yo regreso feliz, tras tomarme un café en el Hortensia.