Baroja, un dionisíaco retratando Madrid

Baroja, un dionisíaco retratando Madrid

El escritor vasco Pio Baroja.

Cuando el 4 de marzo de 1903, el periódico El Globo empezó a publicar a modo de entregas o, como se llamaba entonces, de folletines, la obra de Pío Baroja “La lucha por la vida”, pocos imaginaban – quizás ni siquiera el propio autor – que esta se convertiría en la radiografía del Madrid suburbial en su tránsito del siglo XIX al XX.

Un gran fresco colectivo de la ciudad en plena oleada inmigratoria que, abandonando la periferia o el mundo rural, comenzó a invadir las ciudades en busca de mejor fortuna. La transformación que Manuel Alcázar, protagonista de la citada trilogía, es también el retrato de las diferencias abismales entre los barrios de una capital que crecía al ritmo marcado por quienes llegaban. Sin planificación. Ni por quienes venían, ni por parte de la ciudad que había de recibirles.

Baroja por Madrid

Con motivo del 150 aniversario del nacimiento de Pío Baroja, el Área de Cultura, Turismo y Deporte del Ayuntamiento de Madrid ha puesto en marcha la campaña cultural `Baroja por Madrid´, en homenaje a esta figura clave en la literatura española y madrileña. Un amplio programa que recuerda la pasión, muchas veces profundamente crítica y amarga, que el autor vasco nacido el 28 de diciembre de 1872 en San Sebastián, sentía por la ciudad en la que pasó buena parte de su vida y escribió la mayoría de sus obras más célebres. Y a quien, aunque sea con demasiados años de retraso, el pleno del Ayuntamiento de Madrid nombraba por unanimidad el pasado mes de octubre, a título póstumo, Hijo Adoptivo de la ciudad.

Porque leer a Baroja es trasladarse a Madrid. Por supuesto a un Madrid que poco tiene que ver con el de ahora y que, sin embargo, sigue siendo reconocible aunque sea en la imaginación de parajes que ahora lucen más pulcros pero, eso sí, edificados. No todo ha cambiado, uno de los viajes en el tiempo que aún puede hacerse para reencontrarse con el espíritu de este especial escritor es pasear por la cuesta de Moyano. Este singular enclave cultural madrileño, uno de los lugares preferidos de Baroja, sigue siendo tan auténtico como entonces. Tan suyo, que para la conmemoración institucional fue el elegido como punto de encuentro que reivindica la vigencia de un autor que en sus últimos años de vida reconocía, sin embargo, que “Cuando uno se hace viejo, gusta más releer que leer”. Solitario y pesimista, tocado de su boina, encontraba en sus paseos no solo la inspiración que convertía en novelas, también la bendición de seguir observando tras sus características gafas el pulso de la ciudad a la que llegó con su familia desde San Sebastián en 1879.

La revolución barojiana

Miembro destacado de la Generación del 98, en sus obras los elementos del paisaje adquieren un sentido que trasciende la mera función descriptiva. “Por encima de Madrid, el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con crestas blanqueadas por la nieve”, así describe lo que en La busca observa su protagonista, Manuel, nada más despertarse rodeado de sus compañeros, una panda de maleantes con la que a pesar del disgusto de su madre cada vez se junta más en esa primera parte de su historia. Antes de intentar cambiar de vida en Mala hierba. Y como no se trata únicamente de descripción, la anterior frase continúa: “En pleno silencio, el esquilón de una iglesia comenzó a sonar alegre, olvidado en la ciudad dormida”. La asimilación de los trazos del paisaje al estado de ánimo del personaje es una innovación radical de la narrativa barojiana, que se contrapone a su antigua función de elemento “decorativo” tan propia de la novela decimonónica.

De él escribió Ortega y Gasset: “Sinceridad, lealtad consigo mismo, asco hacia la ficción y el artificio, son eje motor de su alma, de su arte y su vida”. Autenticidad pura, en definitiva, que jamás permitía que las cosas que no le gustaban escaparan de su portentosa pluma. Como él mismo decía, “Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo”. La obra de Pío Baroja supura, junto a la acción que narra, su propia concepción filosófica influenciada por Kant, Schopenhauer y Nietzsche. Así veía la vida que nos retrata. El intenso mundo interior de Baroja queda expuesto sin velos – guste o no guste – en las obras que destilan, es cierto, crítica social y escepticismo, pero al mismo tiempo esperanza. Un sentimiento que refleja sin un ápice de sensiblería y que reconoce más – por no decir únicamente - en lo individual, que en cualquier tipo de colectivo,  comunidad o asociación.

No lo busca desde luego en la Iglesia, donde está convencido que jamás lo encontrará. El profundo anticristianismo, al que contribuyó el pensamiento de Arthur Shopenhauer, se convirtió en un inconfundible rasgo de su personalidad que mantuvo inalterable hasta su muerte. Tampoco fue partidario de ninguna tendencia política, mostrándose crítico con el socialismo y el fascismo. Con ayuda de otro gran filósofo existencialista, Baroja se describía a sí mismo con estas palabras: “Nietzsche ha insistido mucho en la diferencia del tipo apolíneo (claro, luminoso, armónico) con el tipo dionisíaco (oscuro, vehemente, desordenado). Yo, queriendo o sin querer, soy un dionisíaco”. Y no dudaba en explicarse: “Este fondo dionisíaco me impulsa al amor por la acción, al dinamismo, al drama. La tendencia turbulenta me impide el ser un contemplador tranquilo, y al no serlo, tengo inconscientemente que deformar las cosas que veo, por el deseo de apoderarme de ellas, por el intento de posesión, contrario al de contemplación”.

De la tesis a la literatura

En 1879, la familia Baroja se traslada a Madrid, y en 1881 a Pamplona, ciudad en la que residirán durante cinco años, y que marca un periodo importante en la formación del escritor adolescente. En 1886, nuevamente en Madrid, el autor de Las inquietudes de Shanti Andía termina el bachillerato y, al año siguiente, comienza los estudios de Medicina en la Universidad Central. Al trasladarse su familia a Valencia finaliza la carrera en su Universidad en 1891, aunque se doctora en Madrid en 1894, con una tesis acerca del dolor: El dolor: Estudio Psicofísico. En ese mismo año obtiene la plaza de médico de Cestona, localidad en la que apenas residió un año, pero que resultó determinante en su vida de escritor ya que de estas vivencias nacería su primer libro, Vidas sombrías.

Tras su experiencia ejerciendo la medicina, regresó a Madrid en 1896 para regentar, junto con su hermano Ricardo, la panadería de su tía Juana Nessi. Sin embargo, ya no podía dejar de escribir. Lo “confesaba” a través del protagonista de su novela Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901): “Estos Labartas, así se llaman los panaderos - dijo Silvestre a Ramírez mientras esperaban -, son tipos bastante curiosos: uno es pintor, el otro médico. Tienen esta tahona, que anda a la buena de Dios, porque ninguno de ellos se ocupa de la casa. El pintor no pinta; se pasa la vida ideando máquinas con un amigo suyo; el médico tiene, en ocasiones, accesos de misantropía y entonces se marcha a la buhardilla y se encierra allí para estar solo”.

La decisión de dedicarse por completo a la literatura no tardó en llegar. Su colaboración en distintos periódicos y revistas de Madrid le abrió además a ese mundo que acaba de abrazar como único, brindándole la oportunidad de viajar y conocer a otros escritores. En París conoció a los hermanos Machado y a Oscar Wilde y, en 1900, a raíz de la publicación de Vidas sombrías, a Azorín, con quien entabló una intensa amistad que duró toda su vida. Fue la época de encontrar su verdadero destino, relacionarse con otros jóvenes escritores que, con el tiempo, serían conocidos como generación del 98, término acuñado por su amigo Azorín, partícipe del movimiento llamado “regeneracionismo” cuyo objetivo era combatir artísticamente la decadencia española. Una generación de jóvenes sensibles y ambiciosos que tuvieron la osadía de ver y describir un Madrid de arrabal, símbolo de la enorme displicencia que el curso de la historia de España estaba produciendo en sus almas. En sus propias palabras: “¡Y pensar que algunos se asombran de que hayamos perdido las colonias! Lo que a mí me asombra es cómo no hayamos perdido, con esta burocracia, hasta los pantalones”.