Hace un día de verano en invierno.
El cielo, que ya estuvo muy azul de noche, con las Tres Marías de Orión sobre las camelias, brillando muy claras, con sus nombres, Alnitak, Alnilam y Mintaka, se presenta ahora igual de azul, o más, con ese azul profundo que es el del cielo que parece no tener fondo ni final, azul del frío y de la calidez del sol en invierno, una tibia sensación inesperada que en inglés denominan “apricity” y que ignoro si tendrá nombre en español, lo cual me encantaría porque el sol del invierno es el que más apreciamos de todos.
Me parece un lujo ver las habitaciones llenas por la luz del sol, como en un último cuadro de Hopper, donde no hay nada más que el vacío y la luz.
Aprendí también hace poco, porque, como decía Francisco Ayala, “todavía aprendo”; aprendí, escribía, que los rayos de luz se llaman “razas”, y en particular cuando entran por alguna ranura, y traza el sol un rayo en línea recta.
Aquí, en la galería, orientada al sur, hace hasta calor sin más calefacción que el sol entre los cristales, que es el mejor sol de todos, el que se queda dentro de la casa y que entra sin permiso y sin llamar, para luego irse, dejando su calor entre las cosas, sin llegar a marcharse del todo cuando ya se ha ido.
Es una maravilla este sol que llega desde millones de kilómetros de distancia hasta el teclado sobre el que escribo, y que veo con mis manos sobre la pantalla del ordenador como si estuviera tocando un piano.
Puede que las letras tengan algo de música.
Y no tanto porque rimen, que eso es algo que hay que procurar evitar con la prosa, sino porque parecen albergar, letra y música, el mismo misterio que está siempre por detrás de lo que suena o se lee, y que puede que no sea más que el propio ser, aún vivo, de la persona que escribe o toca un piano.
Si lo pensamos, letra y música, ambas vuelan.
Y desde aquí, la música es el silencio de este sol que está a punto de marcharse.
Creo que no hay mayor fortuna que esta calidez de la escritura al sol tras el diluvio de los últimos días.
Hubo un momento en el que pareció que estábamos sumergidos, de lo bajas que eran las nubes, de los frías, como si hubiéramos naufragado sin haber navegado, encontrándonos de pronto, bajo el ventimperio de los vendavales, entre la mar arbolada de un océano que, de pronto, nos envolvió a todos en su bosque de olas.
Pocas veces, he vivido algo parecido.
Así que este sol, me parece hoy una verdadera bendición.
Y lo escribo, aunque rime.
Hasta la leña, la he puesto a secar al sol, donde había un hongo llamado, y esto también lo acabo de aprender, cortiáceo azulado (Pulcherricium caeruleum) también conocido como hongo de la corteza azul cobalto, recubriendo uno de los leños de cerezo, tan brillante y azul como el cielo de anoche, o como las patas de los lubrigantes marinos.
Hoy todo es azul.
Y puede que también mañana.